miércoles, 26 de febrero de 2014

acumular

Acumular: reunir cosas, objetos diversos o lo que fuera - el verbo es transitivo- a través del tiempo.

Detener en un punto del espacio-tiempo el devenir de las cosas (esas cosas, objetos diversos o lo que fuera recién mencionados.)

Ellas  llevan poco tiempo en este paisaje terrestre urbano y tienden a acumular. 

Juntan papelitos, caramelos, figuritas, palitos, lanas, trapitos, papeles. El universo se va poblando: pedacito roto de muñeco viejo se mezcla con souvenir de fiesta de cumpleaños (temática Violetta) junto a vincha de cuando era chiquita, caja de cartas viejas -de diferentes mazos y juegos pero no importa-  lapicera linda que no funciona, pincel de cresta endurecida, una coleccion de pelotitas en una caja.

Un sotck inclasificable de pavadas. Cuando clasifica, el acumulador se torna coleccionista, incluso puede especializarse en la práctica y cuando esto ocurre puede tender a la profesionalización de la manía. ¿Será ése un camino posible para estas pequeñas criaturas mencionadas?

El devenir de las cosas, objetos o lo que fuera no debería detenerse jamás. Permitir que el prójimo acumule debería ser un hecho moralmente reprobable.

Porque una de las consecuencias más dramáticas de enfrentarse a un paisaje de acumulación - sobre todo cuando se convive con gente que ejerce la acumulación con pasión y convencimiento - es la patente visualización del paso del tiempo.

Ahí están las cosas, objetos o lo que fuera denotando a viva voz su fecha de incorporación, su data entry digamos, y por ende su historia. O mejor dicho, está denotando que tiene una historia impresa en su pura objetividad, tiempo marcado en su materia. Horrible.

. Porque no me gusta leer en los objetos acumulados ese paso del tiempo.



martes, 18 de febrero de 2014

Disfrutá sin límites



El sobre al pie de la escalera le llama la atención: Disfrutá sin límites, dice en letras celestes, el color insignia del Banco. Tiene impreso, además, la foto de una pulida cámara digital, una cartera verde agua y varios paquetes de regalo con moños muy coquetos. 

Mientras sube la escalera saca la carta donde el Banco le informa que ha decidido subir el tope de gastos de su tarjeta de crédito. Y de paso la felicita por su desempeño como usuaria y la saluda cordialmente.

Abre la puerta del departamento y se deja caer en el sillón (tiene tantas ganas de sentarse). Vuelve a leer la carta. Veinte mil pesos de tope de gastos con tarjeta.

Deja el sobre y la carta en la mesa baja y se saca los zapatos (tiene muchas ganas de sacarse los zapatos). Descansa un minuto o dos. Y después va a la cocina y se sirve un vaso de agua.

Mira el contestador telefónico: ni un mensaje. Hace días que él no llama, no manda mail, no es visible en el chat, no postea en Facebook, no se comunica al celular.

Vuelve al sillón y ve el sobre: Disfrutá sin límites. Relee la carta, la felicitación y el nuevo tope para compras. Qué me compro, ¿la cartera verde agua o la cámara digital? 
El problema del disfrute del consumo es que requiere del traslado al shopping, y le duelen los pies. 
¿Podría comprar por Internet? Podría, pero no es lo mismo. Para disfrutar como el imperativo del sobre indica tiene que estar de cuerpo presente en la situación de compra, y eso implica ponerse los zapatos (zapatillas también vale) y sobre todo ir al shopping (para comprar a pleno es imprescindible el shopping). 

El problema real es que no le gustan los shoppings: el aire viciado, el sonido ambiente y la circulación siempre complicada – escaleras mecánicas que suben cuando se quiere bajar, ascensores escondidos y solitarios, por no hablar de los baños…-, sumados a la iluminación dicroica que rebota en vidrios y la música furiosa de algunos locales más las charlas entrecortadas que se oyen al pasar y el laconismo habitual de las vendedoras: esa suma de elementos le provoca dolor de cabeza.

Y además, comprar requiere una serie de decisiones agotadoras.

Porque si no ocurre el “amor a primera vista” con una prenda o la necesidad –fuertemente reflexionada- de cambiar el viejo jean que ya apesta, comprar cualquier prenda o accesorio la pone en general en incómodas indecisiones de color, por no decir las intempestivas elucubraciones a las que la lleva, allí mismo, frente a una vidriera o dentro incluso de un local acristalado y altisonante, las valoraciones concretas del uso real que podría darle a la prenda en cuestión -pongamos por caso, la cartera verde agua-, sus posibilidades puntuales de aplicación -¿para ir a trabajar? ¡si ni siquiera entra la agenda!-, sus combinaciones potenciales y contingentes -¿con qué zapatos?- además de la evaluación -abstracta y de estilo- de su compatibilidad con otras prendas de su placard – que tiende al negro y blanco, por cierto-.

Ninguna llamada perdida en el celular. Ningún mensaje que haya entrado sin ser notado. 

Pone un pocillo con café a calentar en el microondas. Mientras el visor del aparato marca la cuenta regresiva, ella piensa que no estaría mal sin embargo salir a dar una vuelta, y de paso dejar de mirar el contestador, el celular y el mail. Caminar un poco, mirar vidrieras, buscar una cartera, ¿verde agua, tal vez? 

Iría hasta el shopping del barrio, se dejaría tentar, entraría a un local y hasta rozaría con sus propias manos una cartera de cuero o un par de zapatos con muchas texturas o quizá un cinturón… y en ese momento del contacto directo, su cabeza –está segura de eso- sería atrapada por una sola pregunta: 

¿Inversión o gasto? Y la respuesta en forma de cartel luminoso mental diría Alerta Consumo/ Alerta Consumo y ahí vendría el discurso de contrapartida: Pero hay que darse un gusto, ¿no? y además, me lo merezco, diría por las dudas, como refuerzo argumentativo y pensando un poco en el celular que no suena y el chat inactivo.

O mejor no: no salir. Quedarse descalza en la casa sola. Tomar café. Abrir el Word y escribir dos cartas. A él, primero: una despedida contundente que termine en un Ya no te espero. 

Y después al Banco, para decirles, Gracias, tengo lo que necesito y lo disfruto. Y el gusto en saludarlos, al igual que el límite de gastos, sigue siendo mío.  



jueves, 30 de enero de 2014

Gente práctica



- Estaba pensando que mejor te dejo el lavarropas.
- Como quieras.
- Sí, te lo dejo. No lo voy a necesitar.
- ¿No vas a lavar ropa? – dice ella.

Están sentados frente a frente en la mesa rectangular que ocupa el centro del ambiente. La misma mesa donde compartieron cenas y almuerzos cotidianos, encuentros con amigos, cumpleaños, comidas caseras. 

 - Disculpá, no es mi problema, claro – dice ella apurada por aclararle y aclararse que realmente no es su problema y subrayando la idea con un gesto de la mano que también dice no.
Él se para y va hacia la ventana. Desde el ventanal se ve un perfil de edificios grises, cables colgantes y cielo nublado. Vista al norte, sol todo el día, recuerda que dijo la empleada de la inmobiliaria cuando visitaron por primera vez el departamento. Va a extrañar esa vista.
Entonces mira al piso, la punta de sus zapatos, y dice: 
- Estaba pensando que me vendría bien la cafetera. Y vos últimamente tomas té –, su voz tiene un tono grave que el habitual.  

Ella se mira las uñas. Comidas, mordidas, despintadas. ¿Hace cuánto que no va a la manicura?

- Bueno, si no te molesta me podría llevar la cafetera.
- No sé- dice ella inmediatamente: - Es un regalo que nos hizo mi hermana.-

Él camina hacia la biblioteca, una estantería del techo al piso y de pared a pared donde hay libros y también algunos huecos de espacios vacíos. Observa con detenimiento algunos lomos y saca el de las obras completas de Borges, el que ella usó para estudiar en la Facultad. Con el libro en la mano, la mira:

- A los dos nos regaló la cafetera, no es sólo tuya – dice y después deja de mirarla y se pone a leer una página abierta al azar.
- No claro, por supuesto, la cafetera es de los dos, - ella repite el gesto de la mano y después vuelve a mirarse las uñas. Un esmalte rojo le vendría bien, rojo oscuro.¿Por qué no deja ese libro en su lugar?

- Si no querés darme la cafetera, no importa, no te preocupes,– dice él y vuelve a la ventana sin soltar el tomo de Borges. 

A lo lejos, en una terraza una mujer cuelga ropa de una soga donde lentamente empiezan a mecerse dos sábanas. Siempre se preguntó por las vidas de todos esos edificios y esas escenas vistas en las terrazas: 

- Mañana a las 11 viene el camión para llevarse mis libros. Pensaba venir más temprano para empacar algunos que me faltan.
- ¿Más libros? – dice ella. Él se da vuelta para mirarla. Sostienen uno instante la mirada. - Pensé que ya habías empacado todos tus libros. Ése es mío, además.

Ella quisiera levantarse de la silla y arrancarle el tomo de Borges de las manos, pero sigue sentada, con las mandíbulas que de pronto duelen de tanto apretar y un incipiente calambre en una pantorrilla.

- Sí, ya sé que es tuyo. Pero quería llevarme una de las colecciones de enciclopedias, la que compramos en San Telmo, la de cuatro tomos, y algunas revistas que tengo que seleccionar de la caja que está ahí arriba.

- ¿La enciclopedia? Siempre decís que para qué tanto papel, que todo entra ahora en un CD o en un sitio web. ¿Para qué querés la enciclopedia ahora?, – ella siente un temblor de labios al hablar y no quiere que le tiemblen los labios. Inhala con fuerza y estira las piernas por debajo de la mesa. El calambre se expande por el músculo.

Él mira su reloj pulsera y recuerda el día en que ella le regaló ese reloj: era su cumpleaños número treinta. Pero prefiere salir abruptamente de ese recuerdo: 

- Me tengo que ir ahora. Me esperan. Mañana hablamos de las enciclopedias – dice y vuelve hacia los estantes y deja en un espacio vacío el tomo que tiene en la mano.
A ella le molesta que ponga el libro en cualquier lugar, pero prefiere no decir nada del orden. Se para con un movimiento brusco y va a la cocina. La pierna duele menos.

- Voy a hacer café ¿Querés? – dice mientras llena la jarra de la cafetera eléctrica.

- No, gracias. Vengo mañana- y la sigue en sus movimientos y se acerca para darle un beso pero ella apenas registra su presencia y el beso termina siendo un lejano roce de mejillas desencontradas. 

- Chau – dice él con el picaporte en la mano – te dejo las llaves. Mañana toco timbre. ¿Vas a estar?
Ella se asoma desde la cocina y lo mira. 

 – A las once -, dice. Tiene un repasador apretado en un puño.
Él sale y cierra la puerta con especial suavidad. 



lunes, 27 de enero de 2014

Por la bicisenda



Inhalo, exhalo. Aire urbano mezclado con humo de los autos y calor asfáltico. No me importa: voy feliz sobre las dos ruedas. Mi bicicleta es azul y canto.

De oeste a este primero y luego de sur a norte recorto la ciudad.

Por haber hecho el mismo camino otros lunes, otros días también, sé que en el primer tramo, en la mitad de una calle angosta y siempre llena de autos, me espera el volquete de basura. Pero no me importa: pedaleo fuerte, levanto velocidad, miro hacia atrás para constatar que no vienen autos, esquivo el volquete que hiede - inhalo y ¡puaj!- y en una curva magistral vuelvo a la senda.

Es el primero de los tres volquetes olorosos del trayecto que me ofrecen siempre esa pequeña cuota de riesgo y adrenalina. Canto más fuerte. Hace calor y me gusta.

Antes de cruzar una avenida doble mano, en la que es raro que funcionen los semáforos, me sobresalta apenas el paso estruendoso de un gran caminón que casi me roza. El camionero me dice algo que no entiendo, las partículas de monóxido de carbono que salen de su caño de escape entran y salen de mis pulmones sin dejar mácula - quiero pensar, al menos, que los cuarenta minutos de ida y los correspondientes de vuelta siguen siendo un buen ejercicio aeróbico, capaz de contrarrestrar las partículas no preciadas que entran y salen, - sobre todo eso, que salen, pienso, espero, exhalo con fuerza para que se vayan.

Sigo cantando: de Silvio Rodríguez a todo pulmón paso a un tema de Ceratti.

Salto un poco en las dos cuadras de asfalto mal remendado, - pozo y cobertor asfáltico que no ayuda - hasta que a mitad de cuadra un señor se lanza a cruzar sin mirar ni atrás ni adelante ni al costado. Le canto entonces al señor desprevenido.


Y al cruzar la avenida, esquivo a la infaltable mujer que espera el cambio de semáforo parada sobre la bicisenda. A ella dedico estos segundos mi canto.

Dos cuadras más arriba noto que somos muchas bicis de ida en fila india, muchas bicis de vuelta que esquivamos en orden coreográfico el camión mezclador que se puso frente a la obra, (¿no tiene realmente otra opción?).

Y así vamos, de excepción en excepción: caca de perro, bache, pozo, montículo de basura que escapó de una bolsa, otra señora distraída, la moto que se cuela por un tramo, el separador de carriles roto y desmayado sobre la senda y otros divertimentos.

Repito la experiencia de ida y vuelta cada lunes y, cuando puedo, los martes y otros días, porque es bueno para el cuerpo y para el alma, porque mis pulmones y mis piernas aún agradecen el ejercicio. Puro aerobismo urbano.




miércoles, 22 de enero de 2014

Del Nombrario Apócrifo

Hace mucho mucho tiempo, una tarde de lluvia aburrida, en el desván de la casa de mi abuela, encontré el Nombrario Apócrifo. En ese tiempo no sabía qué significaba la palabra apócrifo y apenas comprendía lo que era un nombrario, aunque nomás al tomarlo en mis manos - un libro gordo y pesado, encuadernado en tela  y polvoriento - me di cuenta de que se trataba de un diccionario de nombres.

En el Nombrario estaban marcados todos los nombres de los miembros de mi familia, pero el texto tenía la particularidad de emborronarse a medida que uno lo leía, como si creciera la miopía del lector a medida que leía cada artículo, hasta hacerlo imposible de leer.

Con el suceder de los días - muchos días largos pasé en casa de mi abuela - me di cuenta que el nombrario solo dejaba leer un nombre por vez. Y con la miopía acelerada, ni siquiera podía llegar al final de cada artículo. Un artículo a medias por tarde. Una dosis diaria que me abismaba en un universo de preguntas: ¿por qué no podía leer si yo veía perfectamente? ¿qué magia tenían esas letras? ¿hasta dónde podía ver la descripción de cada nombre?¿quién elegía hasta donde podía leer?


Un día le conté a mi abuela del hallazgo. "Encontré un libro que vos tenés en el altillo: se llama Nombrario".
Ella se rió y dijo que ese libro tenía un secreto, que algún día me lo iba a contar y que me lavara las manos sucias que teníamos que comer. Mi abuela hacía comidas especiales cuando yo iba a visitarla.
Después de comer me dijo que tenía que lavar los platos. Y después, empezaba su novela.
Nunca me dijo el secreto.

Yo seguí visitando a mi abuela y leyendo con torpeza y entrecortadamente el Nombrario, hasta donde la miopía de cada día me dejaba. Era un libro que se defendía de ser leído.

Al final, mi abuela se murió sin contarme el secreto del Nombrario.

Por ahora les regalo un nombre. El nombre de mi mamá. Hasta donde llego a leer, dice:

Magadalena: las Magadalenas suelen ser complejas, multicolores, variables ante la vista. Emanan una luz facetada que vira en tonos rojizos y celestes a medida que el mirador las observa. A las magdalenas les gustan las almendras. Su destino es siempre trágico porque no saben reír: tienen que aprender a hacerlo a fuerza de muchas lágrimas. En invierno se ocultan tras los árboles o los edificios. No les gusta el frío y se repliegan bajo una gruesa capa de canciones cifradas en escalas aparentemente disonantes.

A partir de allí, la lectura empieza a borronearse. Sé que habla del futuro, porque veo borrosa la palabra futuro en el texto, pero no alcanzo a ver qué dice.

Mi mamá se llama Magdalena y su nombre está marcado en el libro con doble subrayado, del mismo modo que están marcados los nombres de mis tíos, mis primos y mis hermanas.

Y las letras se borronean y la abuela se llevó el secreto.



martes, 21 de enero de 2014

Un texto recuperado del tiempo

Ayer una mujer se tiró por la ventana.

Fue desde un piso alto en caída silenciosa y repentina hasta el patio interno de la planta baja.

No la vi directamente - yo estaba leyendo junto a la ventana- pero su pollera roja pasó como un barrilete cayendo en picada y quebró el borde de mi visual.


Eran las siete de la tarde, esa hora en que la luz del cielo se apaga lenta y los objetos, los edificios, los marcos de las ventanas brillan con renovada intensidad. Su pollera fue un destello atroz.  

Dejé el libro sobre la mesa y me asomé a la ventana.

Abajo, el cuerpo de la mujer desparramada y la vecina del patio mirándola y un silencio sin explicación.

No sé si alguien de otro piso se asomó. Metí mi cabeza y pensé en la muerte brutal y sin espectáculo, la intimidad sucia del patio interno, la sórdida estrechez del hueco del edificio.

Después fui a la cocina y preparé café.

Al rato llegó la policía a la planta baja. Escuché voces y me asomé. Dos oficiales con sus gorras azules al fondo del pozo y el obstinado silencio de la no explicación.

lunes, 20 de enero de 2014

El regreso de la mujer pulpo

Ejercicio de constancia. Cada día una línea o dos.
En la montaña irrumpió el diario diario: cabeza despejada para asimilar el helado tacto del lago, el aire fresco con aroma a montaña, las ganas de seguir.
Entonces sigo. Empiezo otra vez. Vuelta de página. Un tiempo por venir.