martes, 21 de julio de 2015

En la geometría tal cosa no existe




Una mañana salía yo para mi trabajo, como todas las mañanas, cuando me encontré tirado en el umbral del edificio un segmento. No era muy grande ni muy chico y tenía un costado un poco abollado: la rayita que lo limitaba por el lado derecho estaba torcida y a punto de despegarse.
Me agaché para arreglarlo y escuché que lloraba. Según me contó, un vecino le había pateado sin querer ese costado y ahora tendría que amputárselo. Pero él no le temía al dolor, según me dijo, ya que en la geometría tal cosa no existe. Lo que al pobre le preocupaba y asustaba era pasar a ser una semirrecta.
La portera que justo entraba al edificio con sus bolsas de compras me miró con cara de sorpresa cuando me descubrió en cuclillas hablándole al piso. Me paré lo más rápido que pude y me saqué el sombrero para decirle “Buenos días”. Ella murmuró algo que no entendí y entró al edificio.
El segmento seguía gimiendo y suspirando desde el piso. Me agaché para escucharlo mejor. Me dijo que tenía miedo de ser semirrecta, porque su vida siempre había sido limitada, medible, y siempre al servicio de triángulos o cuadrados. De hecho se había desprendido de una baldosa, dijo.
Yo no sabía qué hacer. Me daba tanta pena esta pobre abstracción ahí llorando.
-          ¿Cómo puedo ayudarte? - le dije mientras pensaba que esto me costaría una nueva llegada tarde a la oficina y el consiguiente reto de mi jefe.
-          Lo único que puedes hacer-  dijo con voz quejosa – es sacarme el palito que está casi despegado de mi cuerpo, y ponerlo perfectamente paralelo. ¿Podrás?
-          Por supuesto- dije calzándome los lentes que tenía en el bolsillo del impermeable.
Cuando me puse los anteojos vi con claridad el problema. También observé que el pobre segmento estaba temblando ¿sería de los nervios?
-          Un, dos, tres,- dije y tiré con fuerza del palito del borde y lo puse prolijamente a su lado.
Entonces el piso vibró. Sentí una explosión bajo mis pies y por sobre el estrepitoso trueno escuché:
- Tres, dos, uno, ¡cero! – gritó el segmento y despegamos del piso propulsados por una fuerza indomable. 
- ¿Qué pasó? – dije. El segmento era ahora una línea certera que me agarraba muy fuerte mientras avanzábamos como una flecha cortando el aire. Avanzábamos por un cosmos negro lleno de puntos brillantes que flotaban.
-          ¿Dónde estamos? –pregunté aferrándome a él como podía, cuidando que no se me cayeran ni el maletín ni el sombrero. 
-          Disculpame, me daba mucho miedo viajar al infinito sin compañía. ¿Te molestaría acompañarme?
-          Pero, ¡maldito segmento! voy a llegar tarde al trabajo. Me van a descontar el día. Y este polvillo me ensucia el traje -.
-          Semirrecta, querido, ahora soy una semirrecta. ¿No ves mi cuerpo alargado y vertiginoso? – dijo y me miró con sonrisa coqueta.
-          Pero ¿mi trabajo, mi casa? ¿Cómo vuelvo? ¿Dónde estamos?
-          ¡Ay, humanos! Qué poco saben de los placeres de la geometría. Olvidate del reloj, ahora es el puro espacio. Esos destellos que ves ahí son puntos y tienen una ubicación tridimensional y medible en el espacio, aunque pocos saben medirla. Además, la mayoría de las personas los trata como si solo vivieran en los planos. Y eso que ves allí, son circunferencias, ¿bellas no? Son armónicas y se rigen por el número PI. No tienen superficie.
Sus ojos eran brillantes ahora y sus pequeños labios rojos, muy rojos. Una semirrecta sensual para un viaje por el cosmos de la geometría: no estaba tan mal, después de todo. Cuando superé el vértigo y pude mirar más allá de mis zapatos, distinguí que pasábamos por pizarrones y aulas: en algunas había maestras con guardapolvos blancos explicando fórmulas; en otras, profesoras con voz grave y sentencias muy serias. Algunas tenían reglas de madera, otras dibujaban a mano. Pasamos por un aula en donde había chicos en dando un examen: todos callados resolviendo problemas. Y en otra, estaban en plena guerra de tizas: casi me da un tizazo una nena de vincha roja.  
La semirrecta parecía feliz y yo ya me había acostumbrado a la velocidad y al polvo cósmico ¿o era polvo de tiza? No lo sé, pero no me importaba porque los destellos de cada partícula iluminaban el espacio negro por donde avanzábamos. Un vuelo suave, de velocidad continua, en un ambiente cálido.
Hasta que de pronto vi delante nuestro una pared inmensa. Sin principio ni fin ni hueco por donde esquivarla.
-          ¡Nos vamos a estrellar!
-          Tranquilo, tranquilo. El tiempo de la geometría es siempre reparador: todo se transforma.
-          Pero yo no soy de la geometría –dije con mucho miedo: -Quiero volver a casa, quiero ir a trabajar.
-          ¿Acaso preferís la oficina a este viaje cósmico? Ay, humanos: no saben lo que tienen hasta que no lo tienen más.
-          Yo tengo miedo, es lo único que tengo- dije. La voz me salió quebrada, tenía ganas de llorar.
-          No tiembles – dijo ella,- ya vamos a salir. El único problema es que no nos volveremos a ver-, su voz era triste ahora. Me dio un beso y los ojitos se le llenaron de lágrimas.
Miré otra vez hacia adelante: la pared estaba cerca, muy cerca, cada vez más cerca hasta que distinguí un pequeño agujero de luz al que estábamos apuntando. Y por allí pasé a velocidad cósmica.
-          Límite ideal geométrico – estaba diciendo la maestra cuando salí a toda velocidad del pizarrón y aterricé sentado al frente del aula. El golpe fue fuerte, pero pude pararme. Los chicos, al verme, se quedaron como estatuas, con la boca abierta y los ojos inmensos, y la maestra gritó durante un largo rato hasta que se le acabó el aire y se desmayó. 
Yo me puse el sombrero y me sacudí el polvo cósmico que tenía en los hombros del saco. Y justo sonó el timbre: -¡Recreo! – anuncié sonriente, y fui el primero en salir al patio.