Queremos mudarnos y pusimos la casa en venta. La guardia inmobiliaria implica un desfile variopinto de gente que viene a ver mi casa: nos visitan un matrimonio joven con suegra a cuestas, una mamá y una nena y, en este momento, una familia de cuatro que incluye bebé y osito de peluche. Todos pasan por mi estudio mientras yo tecleo. Pero antes, durante la espera, mientras lavaba los platos, cierto nerviosismo se instaló en mi espina dorsal: tengo que ordenar la casa, me decía una voz en off, afónica y agonizante: la voz de mi conciencia tiene ese extraño color a veces.
Entonces empecé a ordenar, una acción que me subyuga, me vuelve loca, me histeriza, me desespera y enoja hasta que, finalmente, me calma. Porque se trata de una actividad que demanda energía, tiempo, cabeza, decisiones y que prácticamente no sirve para nada, porque a la larga, a la corta en mi caso -en mi casa-, el desorden vuelve. O quizá siempre estuvo allí, latente en esos instantes posteriores al orden, y arremete con todo al menor descuido y rige el estilo diario de la casa. A pesar de mi deseo, y de mi voz que agoniza en un decir casi permanente: tengo que ordenar.
Quisiera, en realidad, un mundo despejado de cosas. Me encantaría en este mismo instante tirar muchísimas cosas por la ventana, -papeles que hay sobre mi escritorio, boletas de años pasados, un banquito que tengo a mi lado, pilas de libros, revistas viejas, esculturas que hacen mis hijas en cerámica, un cuadro que adoro y que no me importaría tirar y tanta ropa vieja de la que no me animo a desprenderme y tantas cosas. Arrojar cosas por la ventana sería un acto liberador y feliz. Una borrachera sin resaca.
Pero hoy no es día de tirar. Tengo que ordenar la casa repite el aullido asmático.
Empiezo por el desparramo de barbies mezclado con recortes de revistas, cuadernos de escuela, un disfraz de Sirenita, pomos de témpera vacíos, restos de masa seca, una soga de saltar, cartas de Angry birds, la compu de la escuela y pocillos de café de plástico que se enmarañan sobre la mesa y el piso de la habitación de las nenas, dando continuidad sin niveles ni parcelas al caos. Clasifico sin embargo objetos diversos en cajas, estantes, cajones. Lo estoy logrando.
Circulo después por la casa y junto remeras, jeans, calzas, medias: todo lo que usamos ayer va derecho al canasto de la ropa sucia. En el baño, despejo del vanitory un paisaje de cepillos, peines, colitas de colores, pasta de dientes, crema de afeitar y vinchas de plástico.
Aunque sé que nadie va a comprar una casa por el orden o el desorden, mientras saco un libro de Cenicienta y pulseras de plástico de la mesa del living, recuerdo que cuando buscábamos un lugar donde mudarnos, -que finalmente fue esta casa-, el olor a gato y una biblioteca atiborrada de polvo y revistas amarillentas me expulsó inmediatamente de una de las casas que visitamos.
Es tan delicado elegir un lugar donde vivir que el detalle más trivial puede teñir la decisión de una manera apenas consciente.
Debajo de la mesa de la cocina encuentro las pantuflas de perrito de Emma. Las llevo al placard y, de regreso, veo un par de medias que asoman debajo de la cama que tardan tres segundos en ser arrojadas al canasto de la ropa para lavar. Estoy a punto de llorar y salir gritando, ¡que alguien me ayude!, pero suena el timbre y me salva. Empieza el desfile con los primeros del día: la pareja joven que incluye a la suegra.
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