Acumular: reunir cosas, objetos diversos o lo que fuera - el verbo es transitivo- a través del tiempo.
Detener en un punto del espacio-tiempo el devenir de las cosas (esas cosas, objetos diversos o lo que fuera recién mencionados.)
Ellas llevan poco tiempo en este paisaje terrestre urbano y tienden a acumular.
Juntan papelitos, caramelos, figuritas, palitos, lanas, trapitos, papeles. El universo se va poblando: pedacito roto de muñeco viejo se mezcla con souvenir de fiesta de cumpleaños (temática Violetta) junto a vincha de cuando era chiquita, caja de cartas viejas -de diferentes mazos y juegos pero no importa- lapicera linda que no funciona, pincel de cresta endurecida, una coleccion de pelotitas en una caja.
Un sotck inclasificable de pavadas. Cuando clasifica, el acumulador se torna coleccionista, incluso puede especializarse en la práctica y cuando esto ocurre puede tender a la profesionalización de la manía. ¿Será ése un camino posible para estas pequeñas criaturas mencionadas?
El devenir de las cosas, objetos o lo que fuera no debería detenerse jamás. Permitir que el prójimo acumule debería ser un hecho moralmente reprobable.
Porque una de las consecuencias más dramáticas de enfrentarse a un paisaje de acumulación - sobre todo cuando se convive con gente que ejerce la acumulación con pasión y convencimiento - es la patente visualización del paso del tiempo.
Ahí están las cosas, objetos o lo que fuera denotando a viva voz su fecha de incorporación, su data entry digamos, y por ende su historia. O mejor dicho, está denotando que tiene una historia impresa en su pura objetividad, tiempo marcado en su materia. Horrible.
. Porque no me gusta leer en los objetos acumulados ese paso del tiempo.
miércoles, 26 de febrero de 2014
martes, 18 de febrero de 2014
Disfrutá sin límites
El sobre al pie de la escalera le llama la atención:
Disfrutá sin límites, dice en letras celestes, el color insignia del Banco. Tiene
impreso, además, la foto de una pulida cámara digital, una cartera verde agua y
varios paquetes de regalo con moños muy coquetos.
Mientras sube la escalera saca la carta
donde el Banco le informa que ha decidido subir el tope de gastos de su tarjeta
de crédito. Y de paso la felicita por su desempeño como usuaria y la saluda
cordialmente.
Abre la puerta del departamento y se deja
caer en el sillón (tiene tantas ganas de sentarse). Vuelve a leer la carta. Veinte
mil pesos de tope de gastos con tarjeta.
Deja el sobre y la carta en la mesa baja
y se saca los zapatos (tiene muchas ganas de sacarse los zapatos). Descansa un
minuto o dos. Y después va a la cocina y se sirve un vaso de agua.
Mira el contestador telefónico: ni un
mensaje. Hace días que él no llama, no manda mail, no es visible en el chat, no
postea en Facebook, no se comunica al celular.
Vuelve al sillón y ve el sobre: Disfrutá
sin límites. Relee la carta, la felicitación y el nuevo tope para compras. Qué
me compro, ¿la cartera verde agua o la cámara digital?
El problema del disfrute del consumo es que
requiere del traslado al shopping, y le duelen los pies.
¿Podría comprar por
Internet? Podría, pero no es lo mismo. Para disfrutar como el imperativo del sobre indica tiene que estar de cuerpo presente en la situación de compra, y eso implica
ponerse los zapatos (zapatillas también vale) y sobre todo ir al shopping
(para comprar a pleno es imprescindible el shopping).
El problema real es
que no le gustan los shoppings: el aire viciado, el sonido ambiente y la
circulación siempre complicada – escaleras mecánicas que suben cuando se quiere
bajar, ascensores escondidos y solitarios, por no hablar de los baños…-, sumados a la
iluminación dicroica que rebota en vidrios y la música furiosa de algunos locales más las
charlas entrecortadas que se oyen al pasar y el laconismo habitual de las vendedoras: esa
suma de elementos le provoca dolor de cabeza.
Y además, comprar requiere una serie de decisiones
agotadoras.
Porque si no ocurre el “amor a primera
vista” con una prenda o la necesidad –fuertemente reflexionada- de cambiar el
viejo jean que ya apesta, comprar cualquier prenda o accesorio la pone en
general en incómodas indecisiones de color, por no decir las intempestivas
elucubraciones a las que la lleva, allí mismo, frente a una vidriera o dentro
incluso de un local acristalado y altisonante, las valoraciones concretas del
uso real que podría darle a la prenda en cuestión -pongamos por caso, la
cartera verde agua-, sus posibilidades puntuales de aplicación -¿para ir a trabajar?
¡si ni siquiera entra la agenda!-, sus combinaciones potenciales y contingentes
-¿con qué zapatos?- además de la evaluación -abstracta y de estilo- de su compatibilidad
con otras prendas de su placard – que tiende al negro y blanco, por cierto-.
Ninguna llamada perdida en el celular.
Ningún mensaje que haya entrado sin ser notado.
Pone un pocillo con café a calentar en el microondas.
Mientras el visor del aparato marca la cuenta regresiva, ella piensa que no
estaría mal sin embargo salir a dar una vuelta, y de paso dejar de mirar el
contestador, el celular y el mail. Caminar un poco, mirar vidrieras, buscar una cartera, ¿verde agua, tal vez?
Iría hasta el shopping del barrio, se
dejaría tentar, entraría a un local y hasta rozaría con sus propias manos una cartera de cuero o un
par de zapatos con muchas texturas o quizá un cinturón… y en ese momento del contacto directo,
su cabeza –está segura de eso- sería atrapada por una sola pregunta:
¿Inversión o gasto? Y la respuesta en forma de cartel luminoso mental diría Alerta Consumo/ Alerta Consumo y ahí vendría el discurso de contrapartida: Pero hay que darse un gusto, ¿no? y además, me lo merezco, diría por las dudas, como refuerzo argumentativo y pensando un poco en el celular que no suena y el chat inactivo.
¿Inversión o gasto? Y la respuesta en forma de cartel luminoso mental diría Alerta Consumo/ Alerta Consumo y ahí vendría el discurso de contrapartida: Pero hay que darse un gusto, ¿no? y además, me lo merezco, diría por las dudas, como refuerzo argumentativo y pensando un poco en el celular que no suena y el chat inactivo.
O mejor no: no salir. Quedarse descalza en la casa sola. Tomar
café. Abrir el Word y escribir dos cartas. A él, primero: una despedida
contundente que termine en un Ya no te espero.
Y después al Banco, para
decirles, Gracias, tengo lo que necesito y lo disfruto. Y el gusto en
saludarlos, al igual que el límite de gastos, sigue siendo mío.
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