martes, 18 de febrero de 2014

Disfrutá sin límites



El sobre al pie de la escalera le llama la atención: Disfrutá sin límites, dice en letras celestes, el color insignia del Banco. Tiene impreso, además, la foto de una pulida cámara digital, una cartera verde agua y varios paquetes de regalo con moños muy coquetos. 

Mientras sube la escalera saca la carta donde el Banco le informa que ha decidido subir el tope de gastos de su tarjeta de crédito. Y de paso la felicita por su desempeño como usuaria y la saluda cordialmente.

Abre la puerta del departamento y se deja caer en el sillón (tiene tantas ganas de sentarse). Vuelve a leer la carta. Veinte mil pesos de tope de gastos con tarjeta.

Deja el sobre y la carta en la mesa baja y se saca los zapatos (tiene muchas ganas de sacarse los zapatos). Descansa un minuto o dos. Y después va a la cocina y se sirve un vaso de agua.

Mira el contestador telefónico: ni un mensaje. Hace días que él no llama, no manda mail, no es visible en el chat, no postea en Facebook, no se comunica al celular.

Vuelve al sillón y ve el sobre: Disfrutá sin límites. Relee la carta, la felicitación y el nuevo tope para compras. Qué me compro, ¿la cartera verde agua o la cámara digital? 
El problema del disfrute del consumo es que requiere del traslado al shopping, y le duelen los pies. 
¿Podría comprar por Internet? Podría, pero no es lo mismo. Para disfrutar como el imperativo del sobre indica tiene que estar de cuerpo presente en la situación de compra, y eso implica ponerse los zapatos (zapatillas también vale) y sobre todo ir al shopping (para comprar a pleno es imprescindible el shopping). 

El problema real es que no le gustan los shoppings: el aire viciado, el sonido ambiente y la circulación siempre complicada – escaleras mecánicas que suben cuando se quiere bajar, ascensores escondidos y solitarios, por no hablar de los baños…-, sumados a la iluminación dicroica que rebota en vidrios y la música furiosa de algunos locales más las charlas entrecortadas que se oyen al pasar y el laconismo habitual de las vendedoras: esa suma de elementos le provoca dolor de cabeza.

Y además, comprar requiere una serie de decisiones agotadoras.

Porque si no ocurre el “amor a primera vista” con una prenda o la necesidad –fuertemente reflexionada- de cambiar el viejo jean que ya apesta, comprar cualquier prenda o accesorio la pone en general en incómodas indecisiones de color, por no decir las intempestivas elucubraciones a las que la lleva, allí mismo, frente a una vidriera o dentro incluso de un local acristalado y altisonante, las valoraciones concretas del uso real que podría darle a la prenda en cuestión -pongamos por caso, la cartera verde agua-, sus posibilidades puntuales de aplicación -¿para ir a trabajar? ¡si ni siquiera entra la agenda!-, sus combinaciones potenciales y contingentes -¿con qué zapatos?- además de la evaluación -abstracta y de estilo- de su compatibilidad con otras prendas de su placard – que tiende al negro y blanco, por cierto-.

Ninguna llamada perdida en el celular. Ningún mensaje que haya entrado sin ser notado. 

Pone un pocillo con café a calentar en el microondas. Mientras el visor del aparato marca la cuenta regresiva, ella piensa que no estaría mal sin embargo salir a dar una vuelta, y de paso dejar de mirar el contestador, el celular y el mail. Caminar un poco, mirar vidrieras, buscar una cartera, ¿verde agua, tal vez? 

Iría hasta el shopping del barrio, se dejaría tentar, entraría a un local y hasta rozaría con sus propias manos una cartera de cuero o un par de zapatos con muchas texturas o quizá un cinturón… y en ese momento del contacto directo, su cabeza –está segura de eso- sería atrapada por una sola pregunta: 

¿Inversión o gasto? Y la respuesta en forma de cartel luminoso mental diría Alerta Consumo/ Alerta Consumo y ahí vendría el discurso de contrapartida: Pero hay que darse un gusto, ¿no? y además, me lo merezco, diría por las dudas, como refuerzo argumentativo y pensando un poco en el celular que no suena y el chat inactivo.

O mejor no: no salir. Quedarse descalza en la casa sola. Tomar café. Abrir el Word y escribir dos cartas. A él, primero: una despedida contundente que termine en un Ya no te espero. 

Y después al Banco, para decirles, Gracias, tengo lo que necesito y lo disfruto. Y el gusto en saludarlos, al igual que el límite de gastos, sigue siendo mío.  



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