Cosas maravillosas
Mi abuela siempre fue vieja: cintura ancha, cara con arrugas tenues y
abundantes y pelo canoso. Se vestía con polleras angostas, blusas amplias,
-ella decía blusas-, y zapatos de taco cuadrado. Rara vez la vi en
pantalones.
Recuerdo su juego de dormitorio: una cómoda de madera oscura sobre la
que se apoyaba un espejo, cama doble y mesas de luz con cajones pequeños y
recovecos para guardar cosas. El respaldo de la cama era una plancha de madera
lustrosa sobre la que mi abuela apilaba varias almohadas y se recostaba para
ver las novelas de la tarde.
Cuando yo tenía once años y empezaban las vacaciones de verano, mi mamá
me dejaba en la casa de mi abuela mientras se iba al trabajo. Durante la
mañana, mi abuela cocinaba o leía o cosía con la máquina. Casi no nos
hablábamos: yo también leía o jugaba con el espejo. Me pasaba horas practicando
caras y poses frente al espejo del dormitorio. Al mediodía almorzábamos en el
comedor, - nunca en la mesa de la cocina-. Ella amasaba ñoquis o me hacía papas
fritas y siempre tenía dulce de batata o compota de peras. Después de almorzar,
mirábamos las novelas de la tele.
La primera novela empezaba a las dos de la tarde. Se trataba de una
mujer y un hombre que se amaban pero no podían estar juntos porque siempre
había otra mujer – la mala de la novela- que le hacía creer al hombre que la
chica buena sólo lo quería por su dinero. O que no lo quería en realidad o
cosas que hacían que la chica buena y el hombre se pelearan. La mala de la
novela era más hermosa que la buena o quizá simplemente estuviera más
maquillada, pero sin duda era más audaz y enamoraba al pobre señor para
alejarlo de la chica buena. “Lo tiene engatusado”, decía mi abuela mientras
mirábamos sufrir a los enamorados, las dos acostadas en la cama ancha con las
cabezas enterradas en las almohadas sobre el respaldo de madera oscura, bajo el
efluvio de aire caliente de un ventilador de pie que ronroneaba.
A las tres de la tarde, cuando terminaba esa novela, había que cambiar
de canal porque empezaba otra. Mi abuela se paraba, iba hasta el televisor y
giraba la perilla de los canales que hacía el mismo ruido que la cuerda de un
juguete de lata. La tele era una gran caja apoyada sobre una mesa cuya tapa
podía rotarse para cambiar de frente. En la parte de arriba tenía dos antenas
que aprecian las piernas larguísimas de una bailarina. Al cambiar de canal, mi
abuela movía las antenas. Ponía una varilla en apuntando al techo y la otra
paralela al piso o las dos abiertas y paralelas al piso, distintas aperturas
muy audaces y exigidas hasta lograr la pose de la bailarina que diera la mejor
imagen en la pantalla. Aunque algunos días había una raya que recorría la
pantalla de abajo hacia arriba a la que no había forma de quitar.
-Ese aparato del diablo– decía entonces mi abuela después de mover
mucho las antenas y volvía a su puesto en la cama. La raya quedaba subiendo
durante toda la tarde pero no importaba, porque al final, el ojo se acostumbra
y deja de verla.
La novela de las tres era muy parecida a la de las dos y también a la de
las cuatro. La pareja protagónica se amaba pero tardaba un tiempo en
descubrirlo, y cuando lo descubría su amor era imposible porque había una
malvada, otra vez malvada, nunca un malvado, que se oponía a ese amor. La
malvada armaba diversos planes para separar a los enamorados, complicaciones y
mentiras que al final siempre fracasaban.
-Esa estupidez,- decía mi abuela unas cinco o seis veces durante la
tarde, pero no nos perdíamos ni un episodio de ninguna novela. Y así estábamos
durante la siesta, con el sopor del verano y el aburrimiento largo de las
vacaciones, mientras veíamos también en el indicador de la pantalla cómo pasaba
la hora y subía la temperatura.
-Nos vamos a morir asados,- decía mi abuela cada tanto. Y yo me
imaginaba a mi abuela y a mí atravesadas por los pinchos de la rotisería donde
mi mamá compraba el pollo, girando alrededor de las llamas, con la cara y las
manos doradas y crocantes.
Una de las cosas que más me llamaba la atención de las telenovelas eran
los besos. Larguísimos besos en la boca. ¿Respiraban los actores mientras se
daban un beso? ¿Quién besaba: el actor o el personaje? Porque eran labios que
comían labios durante largos segundos, minutos quizás. A veces se podían ver, a
pesar de la raya que subía, hilos de baba que quedaban colgando entre las dos
bocas. Me daba un poco de asco ver esos hilos, pero en las telenovelas, el beso largo era el momento
máximo del amor. Después del beso, el señor proponía a la chica matrimonio, y
después venían los preparativos de la boda –casi siempre con escenas graciosas-
y finalmente el casamiento, siempre pomposo, con novia de largo, invitados de
traje y en la Iglesia. Para el casamiento la mala era perdonada y se
transformaba en buena. Todos estaban felices, hasta mi abuela que decía: -“Por
fin termina esa pavada”.
A las cinco de la tarde, mi abuela me hacía la merienda con tostadas. Ella
tomaba té. Después, se paraba frente al espejo para maquillarse: se dibujaba
las cejas con un lápiz marrón pastoso y se pintaba los labios de rosa con un
pincel finito. Se cambiaba la blusa y la pollera, se calzaba sus mocasines de
taco cuadrado y salíamos a hacer algunas compras o a pasear por el barrio.
Como vivía cerca del Congreso, no era extraño que el paseo terminara en
la Plaza de los Dos Congresos, yo trepando al monumento o dando maíz a las
palomas, o en alguna librería de Corrientes. En esas salidas, mi abuela me
compraba libros: La vuelta al mundo en
ochenta días, de Julio Verne, mi favorito de esos veranos.
Un día, cuando estábamos viendo la segunda novela y el marcador de
temperatura decía 39 grados, la tele se
apagó sola.
-Esta porquería,- dijo mi abuela mientras iba hasta la mesa giratoria.
Siempre caminaba despacio y arrastrando los pies. Cuando estuvo frente a la
pantalla, empezó a girar la perilla de canales con una mano, mientras que con
la otra le pegaba al aparato. Golpes secos al lado de las antenas. Después, dejó
de pegarle y se dedicó a girar la perilla de encendido y la de la sintonía y
finalmente se quedó como prendiendo y apagando el televisor y sacudiendo las
dos antenas. Pero la tele no volvió a encenderse.
-Ese aparato del diablo. Ahora voy a tener que llamar al hombre que lo
arregla. Un dineral,- dijo y se fue al baño.
Yo me quedé en la cama, mirando el pedacito de luz que entraba por lo
bajo de la persiana - mi abuela siempre tenía las persianas bajas, para que no
entrara el calor, decía, aunque la casa igual era como un horno al máximo.
Cuando volvió del baño, se acostó en la cama a mi lado y las dos miramos
un rato el techo. Después dijo: -Tengo algo que mostrarte-.
Fue hasta el placard y sacó del estante de arriba un baúl con hebilla de
acero y lo puso sobre la cama. Cuando lo abrió, vi cosas maravillosas. Había un
fajo de cartas atadas con una cinta blanca, una pila de fotos en blanco y
negro, un par de guantes de encaje negro, un cofre dorado y un velo de novia.
-Estas son del casamiento de tu madre – y me dio una pila de fotos que yo
nunca antes había visto. En la primera, estaba mi mamá vestida de novia – el
vestido era corto pero tenía un tocado con un tul que le caía hasta la cintura.
Mi mamá estaba seria en esa foto, como asustada. Después, en otra, mi papá muy
joven bailando con mi mamá. A él me costó reconocerlo y ella ya no tenía cara
de susto. Parecían contentos. Ella tenía los ojos muy delineados y unos aros brillantes.
En otra foto, mi tío Mario, el hermano de mi mamá, con unos anteojos de vidrios
muy gruesos y oscuros, bailando con mi tía Rosita, que parecía una nena. En
otra, mi tía Mabel tan flaca y tan linda que no se parecía en nada a mi tía
Mabel. El casamiento se parecía a los de las telenovelas: ¿Quién sería la
mala?, pensé. En otra foto, mi abuela muy joven bailando con mi abuelo.
-Esa fue la última fiesta de tu abuelo,- dijo ella mientras revisaba las
cartas que había liberado de su atadura.
En otra foto, unas señoras anchas de peinados batidos.
-¿Sabés quiénes son? ¿Las reconocés? –.
Eran las tías de mi mamá, unas mujeres gruesas que a veces venían a
tomar el té y a las que había que saludar con dos besos.
-Ahora son unas viejas enclenques- dijo mi abuela.
Cuando terminé con la pila de fotos, agarré el velo: un peinetón
pequeño, adornado con perlas y plumas que sostenía un tul muy corto. Me acerqué
al espejo y me lo puse.
-Tu mamá no quería vestido largo ni templo ni nada. Lo único que quería
era irse con tu padre,- dijo mi abuela, mientras yo probaba distintas
posiciones con el tul: si me ponía de frente era hermoso. De perfil, también.
Seguro que si usaba ese tul un hombre bueno se enamoraría de mí
instantáneamente, me pediría casamiento y nos daríamos un beso largo. Y no me
iba a dar asco.
-¿Vos no conociste el vestido, no? Se lo había hecho la modista de
Caseros. Era precioso. Un vestido hasta la rodilla, adornado con las mismas
plumas del tocado. Ella no quería vestido largo. Tu madre siempre fue así, -
dijo mi abuela.
Me miré al espejo y me imaginé que entraba a la iglesia o al templo - me
daba lo mismo-, pero con un vestido de cola muy larga y un velo más largo que
el vestido.
-Ella era moderna, y el casamiento fue así. Igual, para qué, si después,
de qué le sirvió-. Dejé el velo en la caja y agarré los guantes de encaje.
-Esos eran míos, ¿te entran?-.
Con los guantes yo era Gatúbela. Me fui al espejo otra vez y empecé a
probar poses y gestos con las manos.
-Esos guantes usaba para los velorios. Antes se usaba, pero ahora, para
qué, - dijo mi abuela que seguía mirando cartas.
-¿Y qué pasó con el vestido de novia de mamá?
-No sé. Tu mamá lo dejó en la mudanza. Eso dijo. Nunca lo trajo de
vuelta de Mar del Plata. Yo no sé, ella era así-.
Dejé los guantes y saqué el cofre. Adentro había pulseras plateadas y
doradas, un collar de perlas de tres vueltas y muchos anillos. Las pulseras
eran de un dorado pálido y el collar era precioso: las perlas no brillaban como
mis perlas de plástico y eran más pesadas. Me probé todo. Puse las manos en la
cintura y saqué pecho, como hacen las modelos de las revistas y me miré al
espejo. Después di una vuelta para un lado, despacio, para verme bien. Y
después para el otro. Mi abuela seguía leyendo las cartas. Yo me saqué todas
las joyas menos el collar de perlas y las puse sobre la cama.
-Esas perlas son cultivadas. Cuando te cases te regalo el collar - dijo
mi abuela y me miró en silencio. ¿Y si no me caso? Le devolví enseguida las
perlas que ella guardó junto a todas las pulseras y anillos. Después me dio una
de las cartas.
-Esta me la mandaste vos cuando tenías cinco años. Unas vacaciones que
te fuiste con tu mamá a las sierras- El papel estaba casi partido en los
pliegues y tenía un tinte amarillento. Cuando la abrí, vi dibujos hechos con
marcador: yo, mamá, abuela, decía en birome con la letra redonda y prolija de
mi mamá debajo de cada monigote.
-¿Y esas otras?- pregunté, cuando vi que ataba otra vez la cinta que ceñía
las cartas.
-Esas son de tu tía Mabel. De vacaciones, también. Alguna postal de
Mario, cosas - dijo mi abuela y su voz sonó muy seria, como la voz de la
maestra cuando explica algo nuevo.
-Vamos a guardar todo-, dijo y ordenó el velo, los guantes, las joyas,
las fotos.
-Y del casamiento de Mabel ¿no tenés fotos?-
-No. Las tiene ella. También Mario tiene sus propias fotos. Tu mamá me
las dio para que las cuidara. Porque en la mudanza se podían perder, o qué sé yo
lo que hace tu madre con las cosas, - dijo otra vez con esa voz seria.
Esa tarde, después de merendar salimos a pasear por Corrientes, tomamos
un helado y volvimos a su casa. Cuando llegamos, mi mamá me estaba esperando:
-En enero empezás la colonia. Hoy te inscribí, - me dijo cuando entramos.
Después se quedó charlando con mi abuela en la cocina y yo me fui a jugar
frente al espejo. Tenía ganas de ir a la pileta, pero no quería dejar la casa
de mi abuela. Faltaban dos semanas para fin de año.
Al día siguiente volví con el ajedrez, las damas y un juego nuevo de
cartas.
-Por si no funciona el televisor – dijo mi mamá, mientras se retocaba el
maquillaje antes de salir para el trabajo.
Mi abuela era buenísima jugando al ajedrez. Me enseñó algunas salidas
que no sabía y jugamos el resto de la semana. Los partidos se ponían cada vez
más peleados y difíciles. Jugamos hasta que nos cansamos de jugar. Después
encaramos las damas, que era mi juego favorito. En éste la abuela no tenía
estrategia: a pesar de que yo trataba de explicarle algunos trucos, no había
caso: no captaba la gracia de las damas. Así que le gané varias veces, hasta
que me aburrí de ganarle y ella se aburrió de perder. Una de las últimas tardes
del año, mientras yo rogaba que viera una jugada mía que iría a arrasar con sus
fichas blancas, sonó el timbre.
Eran tres de las tías viejas que venían a tomar el té. Traían un pan
dulce casero que había hecho una de ellas. Las tías de mi mamá, ocho en total,
eran todas iguales: rubias de poco pelo, con ojos claros y cuerpos macisos y
encorvados hacia adelante. Lidia, Rosa, Anita, Ester, Adela, Dora, Luisa,
Marta: nunca pude distinguir quién era quién. Mi abuela las invitó a pasar y se
sentaron a charlar.
A mí el pan dulce no me gusta, así que después de tomar mi chocolatada, mientras
las viejas seguían hablando y comiendo, me fui al dormitorio y bajé del estante
más alto del placard el baúl de los tesoros.
Fui directo a las cartas. Reconocí la mía de los cinco años y la pasé de
largo. Reconocí en la siguiente la letra de mi mamá: la saqué de la pila.
Estaba fechada en el 71, y en Mar del Plata, es decir, antes de la
mudanza. En la carta mi mamá contaba: “Gabi sigue en el jardín de infantes muy
contenta, y yo estudiando. Hace frío pero la casa está bien calefaccionada.
Emilio trabaja cada vez más, a veces llega muy tarde y mientras lo espero miro
televisión hasta la madrugada. Pienso que vos estás mirando televisión y que
miramos juntas las películas de trasnoche. ¿Viste El Gran Gatsby? la dieron hace dos noches. Me dijeron que nos van a
poner teléfono en tres meses. Hay que tener paciencia, dice Emilio, y también
dice que las cosas van a mejorar. Yo a veces me desanimo, pero trato de que no
se dé cuenta. Al final aprendí lo que me enseñaste: al marido, buena cara.
Estamos pensando en comprar un auto con un crédito del banco. Quizá salga para
primavera. Con auto, va a ser más fácil ir a Buenos Aires. ¿Cómo está Mabel?
¿Confirmaron fecha para el casamiento? Que avise con tiempo que tengo que sacar
pasajes. Te mando un beso. Malele”.
Después cerré la carta y encontré otra.
Otra vez mi mamá: en la carta dice que es complicado estudiar pero que
está contenta con la casa, que mi papá trabaja mucho y que se va día por medio
a Villa Gessell. Que está poniendo una oficina allá. También dice que quiere
visitar a la familia, pero que está esperando que mejore el tiempo y que se van
a comprar el auto. Y dice que extraña ir al cine con sus amigas, pero que
cuando eso pasaba se va a caminar por la rambla llevando el carrito. “Gabi
tiene un diente nuevo”, dice también. Y yo me imagino a mi mamá joven como en las
fotos del casamiento, con el carrito de bebé, paseando por la costa con el viento
que le vuela los pelos y le pone roja la nariz. Son las primeras noticias que
tengo de la vida de casada de mi mamá. Doblo la carta y paso a la siguiente. Mi
abuela las tiene ordenadas por fecha.
Esta es del 72. Ya pasó el verano. Mi mamá cuenta que no puede seguir
cursando en la facultad: “Los conflictos políticos complican a los alumnos y
también a los profesores. No pensé que sería tan difícil seguir una carrera
acá. Y además, con una nena chica es muy difícil organizarse, tener tiempo para
cursar y después encontrar el momento para estudiar. Además, Emilio no ayuda:
está todo el día en la oficina o visitando clientes, y no viene hasta tarde o
viene al día siguiente por el estudio de Villa Gessell. Pero no te preocupes
porque no nos vamos a ir a Gessell: él va a viajar en el día. Ya le dije que
bastante tengo con haber venido a Mar del Plata. Aunque hay que reconocer que
Gessell es un lugar precioso: tiene unos médanos gigantes y una playa enorme.
Cuando vengas, podemos ir para que conozcas. Pero no me voy a mudar. Además
acá, me estoy acomodando: tengo una amiga de la facultad que me ayuda con la
casa y a veces cuida a Gabi si yo tengo que salir. Tu nieta está muy contenta
con el jardín: la maestra es muy activa y trabaja mucho. A vos te gustaría
verla recibir a los chicos. ¿Cuándo venís a visitarnos? Avisame y vamos a
esperarte a la estación. ¿Novedades de mi hermana? Decile que me conteste las
cartas. Te mando un beso, Malele”.
Nunca supe si mi abuela fue a visitarnos a Mar del Plata. ¿Y Gessell? Yo
nunca estuve en Villa Gessell. Después otra carta, tres meses más tarde.
“Mamá - decía mi mamá- me estoy
por separar. Prepará la habitación del fondo para nosotras. Ya le pedí a Mario
que me alquile un departamento en Buenos Aires. Emilio se va a vivir Gesell,
pero no quiero contarte por carta. Ya hablaremos cuando esté allá. Ahora es de
noche y despacho ésta bien temprano. Después voy a sacar pasajes para Buenos
Aires. Con las vacaciones de invierno es más complicado encontrar pasajes, por
eso te aviso que en cualquier momento aparecemos por allá. Tengo que volver a
Buenos Aires: pueblo chico infierno grande, como decías vos, como Caseros. Te
aviso que voy con poco equipaje. Después volveré a buscar algunas cosas. Otras
ya mismo las estoy quemando. Abrazos, Malele”.
La letra de esta carta no era redondita como en las otras cartas: tenía
unas puntas que parecían pinches. Lo único que recuerdo de esa casa era un
patio con un cantero en el que había un limonero. Y me imagino a mi mamá
haciendo una fogata junto al árbol.
Después, un telegrama con fecha 15-09-72.
“Salimos mañana. Tren de las 6.30. Que Mario me espere. M”.
Y por último una carta más que tiene un margen impreso: Estudio Jurídico
Amalia Saenz – Calle 3 N 256, Villa Gessell.
“Emilio amor te estoy esperando. Cuando vos quieras”. Y una firma que no
se podía leer y una fecha: 12-09-72.
Me acordé de la foto de mi mamá vestida de novia y pensé en la mala de la
novela. Entonces escuché que las tías se iban y me llamaban para saludar. Guardé
las cartas como pude y el baúl en el placard y me fui al living a repartir
besos. Las tías tenían la piel suave y con un perfume leve. Cuando se fueron,
mi abuela dijo:
-Esas mujeres me hicieron perder la tarde - y se fue derecho al
dormitorio, se cambió la pollera, la blusa y los zapatos, y se paró frente al
espejo para pasarse el lápiz pastoso de las cejas. Yo me acosté en la cama en
diagonal y la miraba a través del espejo. Cuando terminó de dibujarse las
cejas, me dijo:
-Tu madre creía que quemar vestidos y papeles era hacerlos desaparecer
para siempre. Pero la historia no se puede quemar – dijo mi abuela y antes de empezar
a pasarse el pincel finito para pintarse los labios de rosa, agregó: - no se puede
negar lo que pasó, ¿no te parece?
Después se terminó de arreglar y dijo “vamos” y me abrazó y me dio un beso
en la frente. Yo preferí hacerme la que no entendía y no preguntarle nada porque
tenía miedo de darme cuenta que ya sabía lo que sabía.
Salimos a caminar por el barrio. Ella compró pan dulce y una sidra
española y al día siguiente mi mamá no trabajó y fuimos a cenar a la casa de mi
tío Mario. A las 12 brindamos: los chicos con gaseosa, los grandes con la sidra
que mi abuela había comprado. Y al día siguiente, empecé la colonia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡A la Mujer Pulpo le encantaría leer tus comentarios!