jueves, 28 de febrero de 2013

Cosas maravillosas (otro cuento largo)



 
Cosas maravillosas
Mi abuela siempre fue vieja: cintura ancha, cara con arrugas tenues y abundantes y pelo canoso. Se vestía con polleras angostas, blusas amplias, -ella decía blusas-, y zapatos de taco cuadrado. Rara vez la vi en pantalones. 
Recuerdo su juego de dormitorio: una cómoda de madera oscura sobre la que se apoyaba un espejo, cama doble y mesas de luz con cajones pequeños y recovecos para guardar cosas. El respaldo de la cama era una plancha de madera lustrosa sobre la que mi abuela apilaba varias almohadas y se recostaba para ver las novelas de la tarde.
Cuando yo tenía once años y empezaban las vacaciones de verano, mi mamá me dejaba en la casa de mi abuela mientras se iba al trabajo. Durante la mañana, mi abuela cocinaba o leía o cosía con la máquina. Casi no nos hablábamos: yo también leía o jugaba con el espejo. Me pasaba horas practicando caras y poses frente al espejo del dormitorio. Al mediodía almorzábamos en el comedor, - nunca en la mesa de la cocina-. Ella amasaba ñoquis o me hacía papas fritas y siempre tenía dulce de batata o compota de peras. Después de almorzar, mirábamos las novelas de la tele.
La primera novela empezaba a las dos de la tarde. Se trataba de una mujer y un hombre que se amaban pero no podían estar juntos porque siempre había otra mujer – la mala de la novela- que le hacía creer al hombre que la chica buena sólo lo quería por su dinero. O que no lo quería en realidad o cosas que hacían que la chica buena y el hombre se pelearan. La mala de la novela era más hermosa que la buena o quizá simplemente estuviera más maquillada, pero sin duda era más audaz y enamoraba al pobre señor para alejarlo de la chica buena. “Lo tiene engatusado”, decía mi abuela mientras mirábamos sufrir a los enamorados, las dos acostadas en la cama ancha con las cabezas enterradas en las almohadas sobre el respaldo de madera oscura, bajo el efluvio de aire caliente de un ventilador de pie que ronroneaba.
A las tres de la tarde, cuando terminaba esa novela, había que cambiar de canal porque empezaba otra. Mi abuela se paraba, iba hasta el televisor y giraba la perilla de los canales que hacía el mismo ruido que la cuerda de un juguete de lata. La tele era una gran caja apoyada sobre una mesa cuya tapa podía rotarse para cambiar de frente. En la parte de arriba tenía dos antenas que aprecian las piernas larguísimas de una bailarina. Al cambiar de canal, mi abuela movía las antenas. Ponía una varilla en apuntando al techo y la otra paralela al piso o las dos abiertas y paralelas al piso, distintas aperturas muy audaces y exigidas hasta lograr la pose de la bailarina que diera la mejor imagen en la pantalla. Aunque algunos días había una raya que recorría la pantalla de abajo hacia arriba a la que no había forma de quitar.
-Ese aparato del diablo– decía entonces mi abuela después de mover mucho las antenas y volvía a su puesto en la cama. La raya quedaba subiendo durante toda la tarde pero no importaba, porque al final, el ojo se acostumbra y deja de verla.
La novela de las tres era muy parecida a la de las dos y también a la de las cuatro. La pareja protagónica se amaba pero tardaba un tiempo en descubrirlo, y cuando lo descubría su amor era imposible porque había una malvada, otra vez malvada, nunca un malvado, que se oponía a ese amor. La malvada armaba diversos planes para separar a los enamorados, complicaciones y mentiras que al final siempre fracasaban.
-Esa estupidez,- decía mi abuela unas cinco o seis veces durante la tarde, pero no nos perdíamos ni un episodio de ninguna novela. Y así estábamos durante la siesta, con el sopor del verano y el aburrimiento largo de las vacaciones, mientras veíamos también en el indicador de la pantalla cómo pasaba la hora y subía la temperatura.
-Nos vamos a morir asados,- decía mi abuela cada tanto. Y yo me imaginaba a mi abuela y a mí atravesadas por los pinchos de la rotisería donde mi mamá compraba el pollo, girando alrededor de las llamas, con la cara y las manos doradas y crocantes.
Una de las cosas que más me llamaba la atención de las telenovelas eran los besos. Larguísimos besos en la boca. ¿Respiraban los actores mientras se daban un beso? ¿Quién besaba: el actor o el personaje? Porque eran labios que comían labios durante largos segundos, minutos quizás. A veces se podían ver, a pesar de la raya que subía, hilos de baba que quedaban colgando entre las dos bocas. Me daba un poco de asco ver esos hilos, pero en  las telenovelas, el beso largo era el momento máximo del amor. Después del beso, el señor proponía a la chica matrimonio, y después venían los preparativos de la boda –casi siempre con escenas graciosas- y finalmente el casamiento, siempre pomposo, con novia de largo, invitados de traje y en la Iglesia. Para el casamiento la mala era perdonada y se transformaba en buena. Todos estaban felices, hasta mi abuela que decía: -“Por fin termina esa pavada”. 
A las cinco de la tarde, mi abuela me hacía la merienda con tostadas. Ella tomaba té. Después, se paraba frente al espejo para maquillarse: se dibujaba las cejas con un lápiz marrón pastoso y se pintaba los labios de rosa con un pincel finito. Se cambiaba la blusa y la pollera, se calzaba sus mocasines de taco cuadrado y salíamos a hacer algunas compras o a pasear por el barrio. 
Como vivía cerca del Congreso, no era extraño que el paseo terminara en la Plaza de los Dos Congresos, yo trepando al monumento o dando maíz a las palomas, o en alguna librería de Corrientes. En esas salidas, mi abuela me compraba libros: La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, mi favorito de esos veranos.  
Un día, cuando estábamos viendo la segunda novela y el marcador de temperatura decía  39 grados, la tele se apagó sola.
-Esta porquería,- dijo mi abuela mientras iba hasta la mesa giratoria. Siempre caminaba despacio y arrastrando los pies. Cuando estuvo frente a la pantalla, empezó a girar la perilla de canales con una mano, mientras que con la otra le pegaba al aparato. Golpes secos al lado de las antenas. Después, dejó de pegarle y se dedicó a girar la perilla de encendido y la de la sintonía y finalmente se quedó como prendiendo y apagando el televisor y sacudiendo las dos antenas. Pero la tele no volvió a encenderse.
-Ese aparato del diablo. Ahora voy a tener que llamar al hombre que lo arregla. Un dineral,- dijo y se fue al baño.
Yo me quedé en la cama, mirando el pedacito de luz que entraba por lo bajo de la persiana - mi abuela siempre tenía las persianas bajas, para que no entrara el calor, decía, aunque la casa igual era como un horno al máximo.
Cuando volvió del baño, se acostó en la cama a mi lado y las dos miramos un rato el techo. Después dijo: -Tengo algo que mostrarte-.
Fue hasta el placard y sacó del estante de arriba un baúl con hebilla de acero y lo puso sobre la cama. Cuando lo abrió, vi cosas maravillosas. Había un fajo de cartas atadas con una cinta blanca, una pila de fotos en blanco y negro, un par de guantes de encaje negro, un cofre dorado y un velo de novia.
-Estas son del casamiento de tu madre – y me dio una pila de fotos que yo nunca antes había visto. En la primera, estaba mi mamá vestida de novia – el vestido era corto pero tenía un tocado con un tul que le caía hasta la cintura. Mi mamá estaba seria en esa foto, como asustada. Después, en otra, mi papá muy joven bailando con mi mamá. A él me costó reconocerlo y ella ya no tenía cara de susto. Parecían contentos. Ella tenía los ojos muy delineados y unos aros brillantes. En otra foto, mi tío Mario, el hermano de mi mamá, con unos anteojos de vidrios muy gruesos y oscuros, bailando con mi tía Rosita, que parecía una nena. En otra, mi tía Mabel tan flaca y tan linda que no se parecía en nada a mi tía Mabel. El casamiento se parecía a los de las telenovelas: ¿Quién sería la mala?, pensé. En otra foto, mi abuela muy joven bailando con mi abuelo.
-Esa fue la última fiesta de tu abuelo,- dijo ella mientras revisaba las cartas que había liberado de su atadura.
En otra foto, unas señoras anchas de peinados batidos.
-¿Sabés quiénes son? ¿Las reconocés? –.
Eran las tías de mi mamá, unas mujeres gruesas que a veces venían a tomar el té y a las que había que saludar con dos besos.
-Ahora son unas viejas enclenques- dijo mi abuela.
Cuando terminé con la pila de fotos, agarré el velo: un peinetón pequeño, adornado con perlas y plumas que sostenía un tul muy corto. Me acerqué al espejo y me lo puse.  
-Tu mamá no quería vestido largo ni templo ni nada. Lo único que quería era irse con tu padre,- dijo mi abuela, mientras yo probaba distintas posiciones con el tul: si me ponía de frente era hermoso. De perfil, también. Seguro que si usaba ese tul un hombre bueno se enamoraría de mí instantáneamente, me pediría casamiento y nos daríamos un beso largo. Y no me iba a dar asco.
-¿Vos no conociste el vestido, no? Se lo había hecho la modista de Caseros. Era precioso. Un vestido hasta la rodilla, adornado con las mismas plumas del tocado. Ella no quería vestido largo. Tu madre siempre fue así, - dijo mi abuela.
Me miré al espejo y me imaginé que entraba a la iglesia o al templo - me daba lo mismo-, pero con un vestido de cola muy larga y un velo más largo que el vestido. 
-Ella era moderna, y el casamiento fue así. Igual, para qué, si después, de qué le sirvió-. Dejé el velo en la caja y agarré los guantes de encaje.
-Esos eran míos, ¿te entran?-.
Con los guantes yo era Gatúbela. Me fui al espejo otra vez y empecé a probar poses y gestos con las manos.
-Esos guantes usaba para los velorios. Antes se usaba, pero ahora, para qué, - dijo mi abuela que seguía mirando cartas.
-¿Y qué pasó con el vestido de novia de mamá?
-No sé. Tu mamá lo dejó en la mudanza. Eso dijo. Nunca lo trajo de vuelta de Mar del Plata. Yo no sé, ella era así-.
Dejé los guantes y saqué el cofre. Adentro había pulseras plateadas y doradas, un collar de perlas de tres vueltas y muchos anillos. Las pulseras eran de un dorado pálido y el collar era precioso: las perlas no brillaban como mis perlas de plástico y eran más pesadas. Me probé todo. Puse las manos en la cintura y saqué pecho, como hacen las modelos de las revistas y me miré al espejo. Después di una vuelta para un lado, despacio, para verme bien. Y después para el otro. Mi abuela seguía leyendo las cartas. Yo me saqué todas las joyas menos el collar de perlas y las puse sobre la cama.
-Esas perlas son cultivadas. Cuando te cases te regalo el collar - dijo mi abuela y me miró en silencio. ¿Y si no me caso? Le devolví enseguida las perlas que ella guardó junto a todas las pulseras y anillos. Después me dio una de las cartas.
-Esta me la mandaste vos cuando tenías cinco años. Unas vacaciones que te fuiste con tu mamá a las sierras- El papel estaba casi partido en los pliegues y tenía un tinte amarillento. Cuando la abrí, vi dibujos hechos con marcador: yo, mamá, abuela, decía en birome con la letra redonda y prolija de mi mamá debajo de cada monigote.
-¿Y esas otras?- pregunté, cuando vi que ataba otra vez la cinta que ceñía las cartas.
-Esas son de tu tía Mabel. De vacaciones, también. Alguna postal de Mario, cosas - dijo mi abuela y su voz sonó muy seria, como la voz de la maestra cuando explica algo nuevo.
-Vamos a guardar todo-, dijo y ordenó el velo, los guantes, las joyas, las fotos.  
-Y del casamiento de Mabel ¿no tenés fotos?- 
-No. Las tiene ella. También Mario tiene sus propias fotos. Tu mamá me las dio para que las cuidara. Porque en la mudanza se podían perder, o qué sé yo lo que hace tu madre con las cosas, - dijo otra vez con esa voz seria.
Esa tarde, después de merendar salimos a pasear por Corrientes, tomamos un helado y volvimos a su casa. Cuando llegamos, mi mamá me estaba esperando: -En enero empezás la colonia. Hoy te inscribí, - me dijo cuando entramos. Después se quedó charlando con mi abuela en la cocina y yo me fui a jugar frente al espejo. Tenía ganas de ir a la pileta, pero no quería dejar la casa de mi abuela. Faltaban dos semanas para fin de año.
Al día siguiente volví con el ajedrez, las damas y un juego nuevo de cartas.
-Por si no funciona el televisor – dijo mi mamá, mientras se retocaba el maquillaje antes de salir para el trabajo.
Mi abuela era buenísima jugando al ajedrez. Me enseñó algunas salidas que no sabía y jugamos el resto de la semana. Los partidos se ponían cada vez más peleados y difíciles. Jugamos hasta que nos cansamos de jugar. Después encaramos las damas, que era mi juego favorito. En éste la abuela no tenía estrategia: a pesar de que yo trataba de explicarle algunos trucos, no había caso: no captaba la gracia de las damas. Así que le gané varias veces, hasta que me aburrí de ganarle y ella se aburrió de perder. Una de las últimas tardes del año, mientras yo rogaba que viera una jugada mía que iría a arrasar con sus fichas blancas, sonó el timbre.
Eran tres de las tías viejas que venían a tomar el té. Traían un pan dulce casero que había hecho una de ellas. Las tías de mi mamá, ocho en total, eran todas iguales: rubias de poco pelo, con ojos claros y cuerpos macisos y encorvados hacia adelante. Lidia, Rosa, Anita, Ester, Adela, Dora, Luisa, Marta: nunca pude distinguir quién era quién. Mi abuela las invitó a pasar y se sentaron a charlar.
A mí el pan dulce no me gusta, así que después de tomar mi chocolatada, mientras las viejas seguían hablando y comiendo, me fui al dormitorio y bajé del estante más alto del placard el baúl de los tesoros.
Fui directo a las cartas. Reconocí la mía de los cinco años y la pasé de largo. Reconocí en la siguiente la letra de mi mamá: la saqué de la pila.
Estaba fechada en el 71, y en Mar del Plata, es decir, antes de la mudanza. En la carta mi mamá contaba: “Gabi sigue en el jardín de infantes muy contenta, y yo estudiando. Hace frío pero la casa está bien calefaccionada. Emilio trabaja cada vez más, a veces llega muy tarde y mientras lo espero miro televisión hasta la madrugada. Pienso que vos estás mirando televisión y que miramos juntas las películas de trasnoche. ¿Viste El Gran Gatsby? la dieron hace dos noches. Me dijeron que nos van a poner teléfono en tres meses. Hay que tener paciencia, dice Emilio, y también dice que las cosas van a mejorar. Yo a veces me desanimo, pero trato de que no se dé cuenta. Al final aprendí lo que me enseñaste: al marido, buena cara. Estamos pensando en comprar un auto con un crédito del banco. Quizá salga para primavera. Con auto, va a ser más fácil ir a Buenos Aires. ¿Cómo está Mabel? ¿Confirmaron fecha para el casamiento? Que avise con tiempo que tengo que sacar pasajes. Te mando un beso. Malele”.
Después cerré la carta y encontré otra.
Otra vez mi mamá: en la carta dice que es complicado estudiar pero que está contenta con la casa, que mi papá trabaja mucho y que se va día por medio a Villa Gessell. Que está poniendo una oficina allá. También dice que quiere visitar a la familia, pero que está esperando que mejore el tiempo y que se van a comprar el auto. Y dice que extraña ir al cine con sus amigas, pero que cuando eso pasaba se va a caminar por la rambla llevando el carrito. “Gabi tiene un diente nuevo”, dice también. Y yo me imagino a mi mamá joven como en las fotos del casamiento, con el carrito de bebé, paseando por la costa con el viento que le vuela los pelos y le pone roja la nariz. Son las primeras noticias que tengo de la vida de casada de mi mamá. Doblo la carta y paso a la siguiente. Mi abuela las tiene ordenadas por fecha.
Esta es del 72. Ya pasó el verano. Mi mamá cuenta que no puede seguir cursando en la facultad: “Los conflictos políticos complican a los alumnos y también a los profesores. No pensé que sería tan difícil seguir una carrera acá. Y además, con una nena chica es muy difícil organizarse, tener tiempo para cursar y después encontrar el momento para estudiar. Además, Emilio no ayuda: está todo el día en la oficina o visitando clientes, y no viene hasta tarde o viene al día siguiente por el estudio de Villa Gessell. Pero no te preocupes porque no nos vamos a ir a Gessell: él va a viajar en el día. Ya le dije que bastante tengo con haber venido a Mar del Plata. Aunque hay que reconocer que Gessell es un lugar precioso: tiene unos médanos gigantes y una playa enorme. Cuando vengas, podemos ir para que conozcas. Pero no me voy a mudar. Además acá, me estoy acomodando: tengo una amiga de la facultad que me ayuda con la casa y a veces cuida a Gabi si yo tengo que salir. Tu nieta está muy contenta con el jardín: la maestra es muy activa y trabaja mucho. A vos te gustaría verla recibir a los chicos. ¿Cuándo venís a visitarnos? Avisame y vamos a esperarte a la estación. ¿Novedades de mi hermana? Decile que me conteste las cartas. Te mando un beso, Malele”.
Nunca supe si mi abuela fue a visitarnos a Mar del Plata. ¿Y Gessell? Yo nunca estuve en Villa Gessell. Después otra carta, tres meses más tarde.
“Mamá  - decía mi mamá- me estoy por separar. Prepará la habitación del fondo para nosotras. Ya le pedí a Mario que me alquile un departamento en Buenos Aires. Emilio se va a vivir Gesell, pero no quiero contarte por carta. Ya hablaremos cuando esté allá. Ahora es de noche y despacho ésta bien temprano. Después voy a sacar pasajes para Buenos Aires. Con las vacaciones de invierno es más complicado encontrar pasajes, por eso te aviso que en cualquier momento aparecemos por allá. Tengo que volver a Buenos Aires: pueblo chico infierno grande, como decías vos, como Caseros. Te aviso que voy con poco equipaje. Después volveré a buscar algunas cosas. Otras ya mismo las estoy quemando. Abrazos, Malele”.
La letra de esta carta no era redondita como en las otras cartas: tenía unas puntas que parecían pinches. Lo único que recuerdo de esa casa era un patio con un cantero en el que había un limonero. Y me imagino a mi mamá haciendo una fogata junto al árbol.
Después, un telegrama con fecha 15-09-72.
“Salimos mañana. Tren de las 6.30. Que Mario me espere. M”.
Y por último una carta más que tiene un margen impreso: Estudio Jurídico Amalia Saenz – Calle 3 N 256, Villa Gessell.
“Emilio amor te estoy esperando. Cuando vos quieras”. Y una firma que no se podía leer y una fecha: 12-09-72.
Me acordé de la foto de mi mamá vestida de novia y pensé en la mala de la novela. Entonces escuché que las tías se iban y me llamaban para saludar. Guardé las cartas como pude y el baúl en el placard y me fui al living a repartir besos. Las tías tenían la piel suave y con un perfume leve. Cuando se fueron, mi abuela dijo:
-Esas mujeres me hicieron perder la tarde - y se fue derecho al dormitorio, se cambió la pollera, la blusa y los zapatos, y se paró frente al espejo para pasarse el lápiz pastoso de las cejas. Yo me acosté en la cama en diagonal y la miraba a través del espejo. Cuando terminó de dibujarse las cejas, me dijo:
-Tu madre creía que quemar vestidos y papeles era hacerlos desaparecer para siempre. Pero la historia no se puede quemar – dijo mi abuela y antes de empezar a pasarse el pincel finito para pintarse los labios de rosa, agregó: - no se puede negar lo que pasó, ¿no te parece?
Después se terminó de arreglar y dijo “vamos” y me abrazó y me dio un beso en la frente. Yo preferí hacerme la que no entendía y no preguntarle nada porque tenía miedo de darme cuenta que ya sabía lo que sabía.  
Salimos a caminar por el barrio. Ella compró pan dulce y una sidra española y al día siguiente mi mamá no trabajó y fuimos a cenar a la casa de mi tío Mario. A las 12 brindamos: los chicos con gaseosa, los grandes con la sidra que mi abuela había comprado. Y al día siguiente, empecé la colonia.






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