¿Cuál es la
vena favorita para que te saque sangre? – dijo el extraccionista, impecable
guardapolvo blanco, cara de sueño. - Tenés las venas finitas-, dijo mientras me
tanteaba el brazo que él mismo me había ayudado a instalar apropiadamente sobre
un soporte de metal helado.
No le
contesté. No tengo nada para decir y es novedad para mí lo que acaba de
contarme. Al contrario: cada vez que me hago un análisis de sangre el sujeto
envestido en guardapolvo blanco hace algún comentario sobre mis venas. ¿Quién es
quién para evaluar mis venas y encima criticarme abiertamente? Menoscabada,
empobrecida, impotente frente a una condición física que no puedo cambiar, miro
al techo para evitar ver la jeringa y ruego en silencio que el tipo al menos
tenga la habilidad suficiente para encontrar la vena al primer intento. Y que
por favor no empiece con el juego de pincho- busco- pero no encuentro. Ya me
pasó una vez y ni siquiera quiero recordarlo mientras miro el techo, luces de
neón, muy blanco el habitáculo, incómoda la silla y el soporte frío, sobre
todo, frío.
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