martes, 7 de mayo de 2013

Para combatir el insomnio (pura ficción)


 
Creo que estoy embarazada. Y no es tan feliz como podría serlo. Es raro, porque me encantan los bebés, me encantan incluso los embarazos. Quiero decir, a pesar del malestar de los primeros meses, después, el embarazo me resulta energizante. Y aunque el cuerpo va tomando forma de ballena y se desbordan los corpiños y las remeras y los pantalones no abrochan ni aplicando toda la fuerza humana posible – además de otro cúmulo de complicaciones-, los embarazos me llenan de energía y bienestar. 

Cuando estoy embarazada me siento una reina. La reina de las ballenas. Además todos me atienden, bueno, en realidad, todos no, pero mucha gente al menos me atiende: me dan el lugar en el colectivo y hasta en el subte. Cuando estoy embarazada siempre viajo sentada y no hago cola en el súper porque hay cajas con prioridad.  

En mis dos embarazos anteriores, después de los vómitos de los primeros meses, la pasé bárbaro. Y además, estaba espléndida: es verdad que las hormonas se desatan y dan mucha energía. También es verdad que al principio vivía cansada. Es que la resistencia habitual falla cuando estás embarazada: sólo quiero dormir. ¡Y duermo tan bien! Salvo los últimos días, cuando ya es más difícil ubicar a la ballena en la cama, los ocho meses y medio anteriores al parto duermo como nunca duermo en mi vida. El embarazo es una manera de combatir el insomnio.  
 
Y además, no sé si por la hormona excesivamente activa o por qué razón, durante los embarazos tenía unos sueños eróticos que nunca más volví a tener. En esos sueños me llevaba a la cama a todo el mundo: varones y mujeres, jefes, amigas, maridos ajenos. Un derroche de sexo onírico. Experiencias que me tenían extrañada y feliz al despertar, con una sensación rara, la sensación de que una persona nueva, y no me refiero al bebé, estaba desplegando su personalidad, sus deseos y emociones en mi cuerpo. Era yo renovada. Una nueva yo que murió aplastada antes de terminar la primera semana de lactancia. 

      Durante los embarazos, como durante toda mi vida, hice gimnasia. Desde que tengo memoria hago gimnasia. Voy al gimnasio porque me gusta, porque el cuerpo pide, porque necesito transpirar, mover las piernas, hacer fuerza con los brazos y con el culo. Si no me muevo me ataca el malhumor: la endorfina me puede, para qué engañarme. Y me gusta correr: me encanta ir a correr maratones urbanas. Por supuesto que con la panza el médico me dijo que mejor no corriera, pero me recomendó una profe de gimnasia para embarazadas bien activa. Y fui a clases donde éramos todas ballenas bailando rock and roll, haciendo rondas y estiramientos de a dos y de a tres. Un grupo de gordas transpironas que iba renovándose semana a semana, de acuerdo a los partos. Ahora me aterra tener que volver a danzar entre ballenas con calzas. Y sostener esas charlas sobre síntomas y recetas caseras, y escuchar melodramas con escenografía de consultorio entre panzas que se cambina la ropa en un vestuario. 
      
      Por otra parte, no sé cómo decirle a Francisco mis sospechas. Porque no creo que le guste demasiado la idea. Porque él está pensando en… no tengo idea en qué está pensando. Pero creo que tiene más que ver con leer el diario los domingos sin que ningún crío lo moleste – bastante ruido hacen los domingos las dos hijas que tenemos-, y le gusta comer por ejemplo, sin que nadie interrumpa ni pida nada, - comer es una de sus actividades favoritas- y de vez en cuando salir a la noche, a cenar, en lo posible, algo que también la llegada de críos complica.

      Además, otro hijo implicaría mudarnos. Ya estamos bastante apretados en un departamento de tres ambientes con dos nenas, una computadora, un sillón de tres cuerpos, una cocina estrecha y escasos placares. Con respecto a los placares, por ejemplo, ya no hay más lugar para nada de nada. Además, tiramos y regalamos toda la ropa de bebé: no quedan más que algunos pocos recuerdos de las nenas recién nacidas. No tenemos ni carrito, ni sillita de comer, ni huevito para el auto. Todo lo fuimos regalando o prestando sin pedir de vuelta, porque nunca jamás pensamos en el hijo numero tres. Y ahora tengo náuseas. Y me pone feliz tener náuseas. Y me aterra. 

       Porque hay días que con Francisco casi no nos hablamos. O nos hablamos lo básico, por ejemplo: 

          -Hay reunión de padres, ¿podés ir vos?
-          -No, yo no puedo.
-          -Ok, voy yo.

Otro ejemplo:
-          -Hay que buscar a Catalina en un cumpleaños, ¿podés ir vos?
-          -No, no puedo.
-          -Ok, voy yo.

O:
-          -No hay leche para mañana. ¿Podés comprar al pasar de vuelta?
-          -No, no puedo, salgo tarde de la oficina.
-          -Ok, voy yo.

¿Adivinen quién dice siempre “ok voy yo”?

Pero son tan lindos los bebés. Y te cambian la vida. Para siempre. Antes de tener a mis hijas, yo ni siquiera miraba a los niños. Recuerdo que en una época de la facultad, andaba bastante con una amiga que estudiaba ciencias de la educación. Luciana se llamaba mi amiga. Y como estudiaba todas esas materias del desarrollo cognitivo y motriz de los chicos, y además era maestra jardinera, siempre que se nos cruzaba un niño lo miraba, le hacía algunas muecas o a veces hasta le cantaba algo. Recuerdo una vez que estábamos en la cola del banco, ella me había acompañado a hacer un trámite, y adelante nuestro estaba una mujer con un crio pequeño. Quiero decir, en edad de ir al jardín de infantes. El crío estaba fastidioso de tener que esperar y en el banco nadie la cedía el turno a la pobre mujer. Mi amiga entonces apiadándose de ella o por instinto, mirando fijo al nene se puso a cantar: “yo tengo un moco lo saco poco a poco, lo redondeo lo cuido con esmero/ yo me lo como y como sabe a poco, saco otro moco y volvemos a empezar…” ¿Conocen la canción? Esa tarde en el banco me dio un poco de vergüenza la escena, porque además mi amiga movía la cabeza de un lado al otro y se metía un dedo en la nariz y hacía el gesto de aplastar un moco. Hacerlo bolita, digo.
Y ahora que tengo dos hijas, yo me saco el moco de la nariz, y hago muecas y payasadas. Además miro a los niños por la calle y puedo inferir qué edad tienen. Y generalmente no me equivoco. En todo eso me cambió la maternidad. Pero sigo teniendo insomnio.

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