Creo que
estoy embarazada. Y no es tan feliz como podría serlo. Es raro, porque me
encantan los bebés, me encantan incluso los embarazos. Quiero decir, a pesar
del malestar de los primeros meses, después, el embarazo me resulta energizante.
Y aunque el cuerpo va tomando forma de ballena y se desbordan los corpiños y
las remeras y los pantalones no abrochan ni aplicando toda la fuerza humana posible – además de otro cúmulo
de complicaciones-, los embarazos me llenan de energía y bienestar.
Cuando
estoy embarazada me siento una reina. La reina de las ballenas. Además todos me
atienden, bueno, en realidad, todos no, pero mucha gente al menos me atiende: me
dan el lugar en el colectivo y hasta en el subte. Cuando estoy embarazada
siempre viajo sentada y no hago cola en el súper porque hay cajas con
prioridad.
En mis dos
embarazos anteriores, después de los vómitos de los primeros meses, la pasé bárbaro.
Y además, estaba espléndida: es verdad que las hormonas se desatan y dan mucha
energía. También es verdad que al principio vivía cansada. Es que la
resistencia habitual falla cuando estás embarazada: sólo quiero dormir. ¡Y duermo
tan bien! Salvo los últimos días, cuando ya es más difícil ubicar a la ballena
en la cama, los ocho meses y medio anteriores al parto duermo como nunca duermo
en mi vida. El embarazo es una manera de combatir el insomnio.
Durante los
embarazos, como durante toda mi vida, hice gimnasia. Desde que tengo
memoria hago gimnasia. Voy al gimnasio porque me gusta, porque el cuerpo pide,
porque necesito transpirar, mover las piernas, hacer fuerza con los brazos y
con el culo. Si no me muevo me ataca el malhumor: la endorfina me puede, para
qué engañarme. Y me gusta correr: me encanta ir a correr maratones urbanas. Por
supuesto que con la panza el médico me dijo que mejor no corriera, pero me recomendó
una profe de gimnasia para embarazadas bien activa. Y fui a clases donde éramos
todas ballenas bailando rock and roll, haciendo rondas y estiramientos de a dos
y de a tres. Un grupo de gordas transpironas que iba renovándose semana a
semana, de acuerdo a los partos. Ahora me aterra tener que volver a danzar entre ballenas con calzas. Y sostener esas charlas sobre síntomas y recetas caseras, y escuchar melodramas con escenografía de consultorio entre panzas que se cambina la ropa en un vestuario.
Por otra parte, no
sé cómo decirle a Francisco mis sospechas. Porque no creo que le guste
demasiado la idea. Porque él está pensando en… no tengo idea en qué está
pensando. Pero creo que tiene más que ver con leer el diario los domingos sin
que ningún crío lo moleste – bastante ruido hacen los domingos las dos hijas que
tenemos-, y le gusta comer por ejemplo, sin que nadie interrumpa ni pida nada,
- comer es una de sus actividades favoritas- y de vez en cuando salir a la
noche, a cenar, en lo posible, algo que también la llegada de críos complica.
Además, otro
hijo implicaría mudarnos. Ya estamos bastante apretados en un departamento
de tres ambientes con dos nenas, una computadora, un sillón de tres cuerpos,
una cocina estrecha y escasos placares. Con respecto a los placares, por
ejemplo, ya no hay más lugar para nada de nada. Además, tiramos y regalamos toda
la ropa de bebé: no quedan más que algunos pocos recuerdos de las nenas recién
nacidas. No tenemos ni carrito, ni sillita de comer, ni huevito para el auto. Todo
lo fuimos regalando o prestando sin pedir de vuelta, porque nunca jamás
pensamos en el hijo numero tres. Y ahora tengo náuseas. Y me pone feliz tener
náuseas. Y me aterra.
Porque
hay días que con Francisco casi no nos hablamos. O nos hablamos lo
básico, por ejemplo:
-Hay
reunión de padres, ¿podés ir vos?
-
-No,
yo no puedo.
-
-Ok,
voy yo.
Otro
ejemplo:
- -Hay
que buscar a Catalina en un cumpleaños, ¿podés ir vos?
-
-No,
no puedo.
-
-Ok,
voy yo.
O:
-
-No
hay leche para mañana. ¿Podés comprar al pasar de vuelta?
-
-No,
no puedo, salgo tarde de la oficina.
-
-Ok,
voy yo.
¿Adivinen
quién dice siempre “ok voy yo”?
Pero son
tan lindos los bebés. Y te cambian la vida. Para siempre. Antes de tener a mis
hijas, yo ni siquiera miraba a los niños. Recuerdo que en una época de la
facultad, andaba bastante con una amiga que estudiaba ciencias de la educación.
Luciana se llamaba mi amiga. Y como estudiaba todas esas materias del
desarrollo cognitivo y motriz de los chicos, y además era maestra jardinera,
siempre que se nos cruzaba un niño lo miraba, le hacía algunas muecas o a veces
hasta le cantaba algo. Recuerdo una vez que estábamos en la cola del banco,
ella me había acompañado a hacer un trámite, y adelante nuestro estaba una
mujer con un crio pequeño. Quiero decir, en edad de ir al jardín de infantes. El
crío estaba fastidioso de tener que esperar y en el banco nadie la cedía el
turno a la pobre mujer. Mi amiga entonces apiadándose de ella o por instinto, mirando
fijo al nene se puso a cantar: “yo tengo un moco lo saco poco a poco, lo
redondeo lo cuido con esmero/ yo me lo como y como sabe a poco, saco otro moco
y volvemos a empezar…” ¿Conocen la canción? Esa tarde en el banco me dio un
poco de vergüenza la escena, porque además mi amiga movía la cabeza de un lado
al otro y se metía un dedo en la nariz y hacía el gesto de aplastar un moco.
Hacerlo bolita, digo.
Y ahora que
tengo dos hijas, yo me saco el moco de la nariz, y hago muecas y payasadas. Además
miro a los niños por la calle y puedo inferir qué edad tienen. Y generalmente no
me equivoco. En todo eso me cambió la maternidad. Pero sigo teniendo insomnio.
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