Me pica, me
rasco y me pica más. Me vuelvo a rascar y me sigue picando. Me rasco y se pone rojo.
Roja la piel que arde y pica todavía y además está afiebrada. Voy al médico.
Mira la piel.
¿Pica? Pica. ¿Acá? Acá. ¿Cuándo? Pero qué importa cuándo y dónde
si es siempre y en todos lados. Él dice que no es sarna, ni pulga, ni bicho
bolita, ni herpes, ni pulla, ni polla en fuga. Dibuja jeroglíficos y firma. Pone
sello orgulloso y me entrega el papel.
En el
laboratorio la enfermera aprieta el brazo con una goma que ajusta y ajusta,
pica el brazo ahí donde la goma, y ella esgrime la jeringa y pincha brutal.
¿Duele? Duele y pica. Sube despacio por el tubo milimetrado sangre marrón,
oscura y densa sangre, que llego a mirar por el costado del ojo que todavía no
se desmayó.
Después
caigo.
Cuando me levanto es de día y tengo el resultado: ocho páginas de datos numéricos
y porcentuales y una sola conclusión: alergia.
¿Alergia a
qué? El médico no dice que no sabe pero no sabe. Vuelve a poner jeroglíficos en
un papel, firma, sello con orgullo, me lo da otra vez.
La
enfermera sonríe y avanza con la goma que aprieta y pica. Después pincha y
duele, saca sangre marrón, y me desmayo.
El
resultado es: al huevo no, al tomate no, tampoco a la frutilla. Ni al melón, ni
a la sandía, ni a la Conchinchina (otra posibilidad).
El médico pone
el sello y me dice que ahora tenemos que raspar. ¿Raspar qué? La piel, poquito,
para ver si hay reacción. ¿Reacción a qué? A elementos del aire, dice y cuando
pronuncia elementos me siento volar, pero es sólo un mareo.
La
enfermera viene hacia mí con una lámina filosa humedecida en vayasaberquécosa.
Y los
resultados pitagóricos dicen que el ambiente, que el ácaro, el polvillo, y el
otoño, también el polen, la primavera, la humedad, el calor, la angustia y a
veces el hambre: todo eso me pica.
Me rasco un rato y no pica más.
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