Desde
chica, mi mamá y quienes me frecuentaban, notaron rápidamente mi gusto por
estar sola. Es verdad que la circunstancia de ser hija única –al menos de
convivencia, porque mis hermanas vivían con su madre y mi padre- contribuía al
hecho de estar sola.
Yo jugaba
sola mientras mi mamá trabajaba en una oficina, la señora que estaba conmigo en
casa limpiaba o hacía la cena, -siempre en la cocina-, y el teléfono nunca
sonaba. Entonces miraba dibujitos y tenía un montón de muñecas, compañía hermosa
y silenciosa. Sola y feliz. A veces invitaba a mi amiga Karin a casa: jugábamos
al ajedrez, mirábamos El Show de Carozo y Narizota y hacíamos tutti frutis.
Pero salvo por esas visitas o las clases del Collegium Musicum de los sábados,
mis tardes después de la escuela eran solitarias. Ni hablar del placer de
encerrarme en un libro, cuando empecé con la colección Billiken: Miguel
Strogoff y La vuelta al mundo en ochenta días me volaron la cabeza, mientras
aparentemente estaba, sola y silenciosa, en mi habitación infantil.
Cuando pasó
la furia del secundario – después de estudiar sola y agitar mucho en grupo también
– mi imagen favorita de los veintipocos es en la habitación escribiendo: tenía
una máquina mecánica ruidosa que apoyaba sobre una mesita baja – la misma en la que
tomaba la leche mientras veía a Carozo y Narizota – y tecleaba sentada en una silla baja de mimbre.
También
viajé sola – intensa experiencia - y más tarde me fui a vivir sola.
Y con el
tiempo conocí a otro solitario. Y nos enamoramos. Y nos fuimos a vivir juntos.
Juntos y silenciosos. Porque el solitario gusta del silencio, como yo: se
enfrasca en un libro, como yo, o en una película, a veces, o en un mundo
privado que no conozco ni quiero conocer. Y así estamos: juntos pero no
revueltos. Tardes y días haciéndonos compañía en perfecto silencio.
Hasta que
llegaron las nenas. Nuestras hijas. Que vinieron a quebrar de alguna manera, de
mil maneras, el silencio y la soledad.
Charletas,
ruidosas, cantarinas, súper presentes, demandantes, silbadora empedernida una
de ellas, mis hijas llenan todos los huecos posibles con palabras, ruiditos,
preguntas, pedidos, imposiciones, amigos, chistes, anécdotas, música, ideas,
propuestas. Están muy presentes cuando están presentes.
La mayor es
una máquina imparable de hablar, que sin embargo a veces, inesperadamente, se desconecta
y se sumerge en la lectura. Pero la más chica parece no tener stop: conversa,
comparte, canta, me trae un libro para que le lea, el cuaderno para que lo mire,
me hace un dibujo, quiere que vaya a ver cómo organizó el cumpleaños de su
conejo de peluche, Rayo, en su dormitorio y una lista increíble de propuestas
imparables. Aunque algún pequeño atisbo de introspección empieza a mostrar
cuando se pierde en su habitación con los pinceles, las témperas y los colores.
En este
universo que el solitario y yo, solitariamente y en silencio, hemos creado –
sin saberlo, pero sabiéndolo de alguna manera, por sucesión de días y días- a
veces extraño ese mundo callado en el que el tiempo tenía una dimensión amplificada.
Porque cada hora duraba más. Aunque los inviernos también eran más largos. Y creo
que hacía más frío. No eran días como lo de ahora, tan brillantes y claros.
Porque ahora,
en el fragor del bullicio permanente, mientras digo “ya voy”, “esperá que
termino este texto”, “momento que tengo que trabajar” o “chicas por favor...” y
cosas por el estilo, añoro y no añoro ese círculo de silencio – solitario,
mágico y compartido - mientras espero que algún día mis nenas puedan también
habitarlo. Confío plenamente en que lo harán.
Nota al pie: Pero que viva el bullicio mientras tanto. Que se corte el silencio un rato, y pasen las bicis ruidosas y los amigos, y las piyamadas, y los cumpleaños que aturden también, y los caprichos y retos. Ruido de época feliz que un día de silencio recordaré con nostalgia.
Me encantó!
ResponderEliminarSonia