Al final,
nos fuimos a Mardel. Y pasé sin querer por la casa donde vivía mi papá: -Pará,
es acá- y Fer paró el auto y nos quedamos mirando la fachada de piedra. Santa
Fe 2852, la vereda donde pasé tantas tardes patinando con vecinas (¿quiénes serán ahora esas mujeres, treinta y
cinco años después?, no recuerdo ni un nombre, ni una cara). Pero sí recuerdo
que robábamos las flores hechas con sachets de leche que ponía la vecina de la
casa grande. Claveles con rebordes azules
y rojos del plástico de La Serenísima en las puntas de una plantas enormes,
pinchudas. Y también pasé por la casa de mi
abuela, – Ésa era la casa de mi abuela-, pero para los que
estaban en el auto, -mis hijas, mi marido-, podría ser esa casa o
cualquier casa. O quizá no: ¿apropiarse del recuerdo del otro, de la vaga
nostalgia de un tiempo apenas recuperable y además poco feliz? ¿De quién será esa casa ahora? Tenía un patio
muy chico entre el dormitorio y el living, y un ventanal a la calle que ayer
estaba con las persianas bajas.
Mar del
Plata es el sueño que no fue. Y está hermosa y sin nostalgia: sol a rabiar, veredas
para correr hasta volar, plazas amables (¡alquilamos bici doble!) y cuadras
pequeñas y arboladas. Mar del Plata es el interior cercano: tiene tiempo para dormir la siesta, silencio de barrio,
permiso para posponer un plan y boletos de calesita. Mar del Plata tiene además
un poco de familia que organiza un asado súper abundante coronado con el flan
casero de la tía (incluye crema batida). Y el recorte de la costa: barrancas pronunciadas,
escalinatas sobre el césped que se derrama en playas caprichosas, mar violáceo al
atardecer, luces urbanas, edificios del año cuarenta, el Cabo Corrientes, el
Torreón del Monje y la Villa Ocampo (Ay, Victoria!). Y también las rocas
gastadas de la Playa Chica, el olor a pescado frito de las noches y el indeleble
gusto a sal en la nariz. Qué bueno es volver.
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