lunes, 1 de abril de 2013

Por la vuelta


Al final, nos fuimos a Mardel. Y pasé sin querer por la casa donde vivía mi papá: -Pará, es acá- y Fer paró el auto y nos quedamos mirando la fachada de piedra. Santa Fe 2852, la vereda donde pasé tantas tardes patinando con vecinas   (¿quiénes serán ahora esas mujeres, treinta y cinco años después?, no recuerdo ni un nombre, ni una cara). Pero sí recuerdo que robábamos las flores hechas con sachets de leche que ponía la vecina de la casa grande. Claveles con rebordes azules y rojos del plástico de La Serenísima en las puntas de una plantas enormes, pinchudas. Y también pasé por la casa de mi abuela, – Ésa era la casa de mi abuela-, pero para los que estaban en el auto, -mis hijas, mi marido-, podría ser esa casa o cualquier casa. O quizá no: ¿apropiarse del recuerdo del otro, de la vaga nostalgia de un tiempo apenas recuperable y además poco feliz?  ¿De quién será esa casa ahora? Tenía un patio muy chico entre el dormitorio y el living, y un ventanal a la calle que ayer estaba con las persianas bajas. 

Mar del Plata es el sueño que no fue. Y está hermosa y sin nostalgia: sol a rabiar, veredas para correr hasta volar, plazas amables (¡alquilamos bici doble!) y cuadras pequeñas y arboladas. Mar del Plata es el interior cercano: tiene tiempo para dormir la siesta, silencio de barrio, permiso para posponer un plan y boletos de calesita. Mar del Plata tiene además un poco de familia que organiza un asado súper abundante coronado con el flan casero de la tía (incluye crema batida). Y el recorte de la costa: barrancas pronunciadas, escalinatas sobre el césped que se derrama en playas caprichosas, mar violáceo al atardecer, luces urbanas, edificios del año cuarenta, el Cabo Corrientes, el Torreón del Monje y la Villa Ocampo (Ay, Victoria!). Y también las rocas gastadas de la Playa Chica, el olor a pescado frito de las noches y el indeleble gusto a sal en la nariz. Qué bueno es volver.

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