Ayer una mujer se tiró por la ventana.
Fue desde un piso alto en caída silenciosa y repentina hasta el patio interno de la planta baja.
No la vi directamente - yo estaba leyendo junto a la ventana- pero su pollera roja pasó como un barrilete cayendo en picada y quebró el borde de mi visual.
Eran las siete de la tarde, esa hora en que la luz del cielo se apaga lenta y los objetos, los edificios, los marcos de las ventanas brillan con renovada intensidad. Su pollera fue un destello atroz.
Dejé el libro sobre la mesa y me asomé a la ventana.
Abajo, el cuerpo de la mujer desparramada y la vecina del patio mirándola y un silencio sin explicación.
No sé si alguien de otro piso se asomó. Metí mi cabeza y pensé en la muerte brutal y sin espectáculo, la intimidad sucia del patio interno, la sórdida estrechez del hueco del edificio.
Después fui a la cocina y preparé café.
Al rato llegó la policía a la planta baja. Escuché voces y me asomé. Dos oficiales con sus gorras azules al fondo del pozo y el obstinado silencio de la no explicación.
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