sábado, 27 de abril de 2013

Me rasco


Me pica, me rasco y me pica más. Me vuelvo a rascar y me sigue picando. Me rasco y se pone rojo. Roja la piel que arde y pica todavía y además está afiebrada. Voy al médico. Mira la piel. 

¿Pica? Pica. ¿Acá? Acá. ¿Cuándo? Pero qué importa cuándo y dónde si es siempre y en todos lados. Él dice que no es sarna, ni pulga, ni bicho bolita, ni herpes, ni pulla, ni polla en fuga. Dibuja jeroglíficos y firma. Pone sello orgulloso y me entrega el papel.  

En el laboratorio la enfermera aprieta el brazo con una goma que ajusta y ajusta, pica el brazo ahí donde la goma, y ella esgrime la jeringa y pincha brutal. ¿Duele? Duele y pica. Sube despacio por el tubo milimetrado sangre marrón, oscura y densa sangre, que llego a mirar por el costado del ojo que todavía no se desmayó. 

miércoles, 24 de abril de 2013

Soledad, divina compañía



Desde chica, mi mamá y quienes me frecuentaban, notaron rápidamente mi gusto por estar sola. Es verdad que la circunstancia de ser hija única –al menos de convivencia, porque mis hermanas vivían con su madre y mi padre- contribuía al hecho de estar sola. 

Yo jugaba sola mientras mi mamá trabajaba en una oficina, la señora que estaba conmigo en casa limpiaba o hacía la cena, -siempre en la cocina-, y el teléfono nunca sonaba. Entonces miraba dibujitos y tenía un montón de muñecas, compañía hermosa y silenciosa. Sola y feliz. A veces invitaba a mi amiga Karin a casa: jugábamos al ajedrez, mirábamos El Show de Carozo y Narizota y hacíamos tutti frutis. Pero salvo por esas visitas o las clases del Collegium Musicum de los sábados, mis tardes después de la escuela eran solitarias. Ni hablar del placer de encerrarme en un libro, cuando empecé con la colección Billiken: Miguel Strogoff y La vuelta al mundo en ochenta días me volaron la cabeza, mientras aparentemente estaba, sola y silenciosa, en mi habitación infantil.  

martes, 16 de abril de 2013

Del lado de acá



Si antes era dar la teta cada dos o tres horas sin parar el sesgo agotador de la feliz maternidad, ahora se trata de llevar y pasar a buscar a las nenas de sus actividades diversas. Enumero sin exagerar: pintura, música, danza, acrobacia, francés. Además del IVA (Instituto vocacional de arte) al que por suerte la ayuda de una combi suple algunos días mi tarea de remisera.
Entonces cada tarde, un poco antes de la merienda o minutos después, tenemos que salir de casa para ir a un taller, instituto o escuela de algo. Sólo una vez coinciden las dos en el horario y en el lugar (el bingo de los viernes). El resto de los días, es un puro acompañar de una a la otra, las tres en colectivo, caminando, en taxi o en auto, casi siempre a contrareloj, con merienda por el camino a veces, con lluvia o con sueño: las condiciones no importan, seguimos el cronograma de cada día. Sin pensar. Y sin parar.
Ellas van y vienen entusiasmadas, embriagadas también con cada una de las clases. Son participativas, activas, curiosas y aplicadas. Aprenden, disfrutan, se cansan. Cada una de las propuestas las transporta a un mundo fascinante, porque cada una de las disciplinas es, sin duda, una apertura vital a un mundo interesante, atractivo, donde siempre hay más y más para aprender, para crear, para investigar.
Para mí es igual: casi todo me fascina y me parece interesante, atractivo por demás. Además del trabajo, quiero hacer taller de escritura y de periodismo, de teatro para despuntar el vicio, y un poco de gimnasia rítmica. Y el taller de armado artesanal de libros. Y también hay un curso breve de cine clásico que me tienta. Pero ocurre que no puedo, que mi agenda es un trabado, porque tengo todas las tardes abocadas a dar la teta: la teta que lleva de casa al taller de música, y mañana a francés, y pasado a acrobacia, y ¿a dónde vamos ahora?
La teta – las dos tetas – se dedican los miércoles, por ejemplo, a dejar a una nena a diez minutos de haber dejado a la otra, para después pasar de vuelta y desandar el esquema - buscar a las mismas nenas en sentido contrario- y volver a casa. Que ya no es la misma casa: es la casa del agotamiento del atardecer. De las ganas de hacer poco y nada, apenas las tareas obligadas del fin del día: bañarse, comer, y dormir por favor. Porque al otro día hay que salir de nuevo con la teta: la teta que gira por la ciudad, por el barrio y aledaños, conectando una práctica artística con otra, al servicio de un proyecto de niñez híper estimulada, sobrepasada de información y saberes no formales, entrenada para terrenos tan diversos que se torna definitivamente tirana y agotadora.    

miércoles, 10 de abril de 2013

El día después


La situación es esta: un chico de 10 años hace una travesura en la escuela. Una travesura o un acto de vandalismo, hay una distancia grande entre ambos casos, pero, de todas maneras, hace algo que está mal: rompe un cuaderno de un compañero, rompe una maqueta o esconde las tizas para que la maestra no pueda seguir escribiendo. Algo así, podría ser.

Algunos lo ven y todos saben quién fue. La maestra pregunta. Alguien dice quién fue. 

Ese alguien dijo la verdad porque su padre le enseñó en casa que siempre hay que decir la verdad. Ese alguien delató al responsable, y en consecuencia algunos preparan una reprimenda para él. 

Entonces se arma la escena: unos  llevan al delator a la rastra a un rincón del patio. Otros hacen de campana: vigilan que ningún maestro esté cerca. Otros arrinconan al delator, lo toman de los brazos, no lo dejan moverse. Y otros le pegan fuerte.

Algunos quedan fuera de la escena: lo ven y no dicen nada: por miedo. Otros, por convicción: no hay que hablar, está muy bien que se lo reprenda. Otros no saben si deben mirar o no. Todos saben lo que está pasando en ese rincón del patio. Salvo la maestra que se entera más tarde.

Y el día después ¿Qué hacemos? ¿Cómo recuperamos la escena? ¿Cómo la contamos? ¿Desde qué punto de vista? ¿Desde el chico que es golpeado poque ha dicho la verdad? ¿Desde el que golpea, que fue buchoneado? ¿Desde la directora de la escuela? ¿Desde la nena que sabe lo que pasó entre los varones pero apenas se atreve a contarlo en la casa? ¿Desde la mirada del padre del que sostuvo los brazos del delator para que no se escapara?

Líneas para pensar: siempre la verdad – delator – buchón – testigo – silencio cómplice- temor a decir - ignorar la situación- etc.

lunes, 1 de abril de 2013

Por la vuelta


Al final, nos fuimos a Mardel. Y pasé sin querer por la casa donde vivía mi papá: -Pará, es acá- y Fer paró el auto y nos quedamos mirando la fachada de piedra. Santa Fe 2852, la vereda donde pasé tantas tardes patinando con vecinas   (¿quiénes serán ahora esas mujeres, treinta y cinco años después?, no recuerdo ni un nombre, ni una cara). Pero sí recuerdo que robábamos las flores hechas con sachets de leche que ponía la vecina de la casa grande. Claveles con rebordes azules y rojos del plástico de La Serenísima en las puntas de una plantas enormes, pinchudas. Y también pasé por la casa de mi abuela, – Ésa era la casa de mi abuela-, pero para los que estaban en el auto, -mis hijas, mi marido-, podría ser esa casa o cualquier casa. O quizá no: ¿apropiarse del recuerdo del otro, de la vaga nostalgia de un tiempo apenas recuperable y además poco feliz?  ¿De quién será esa casa ahora? Tenía un patio muy chico entre el dormitorio y el living, y un ventanal a la calle que ayer estaba con las persianas bajas. 

Mar del Plata es el sueño que no fue. Y está hermosa y sin nostalgia: sol a rabiar, veredas para correr hasta volar, plazas amables (¡alquilamos bici doble!) y cuadras pequeñas y arboladas. Mar del Plata es el interior cercano: tiene tiempo para dormir la siesta, silencio de barrio, permiso para posponer un plan y boletos de calesita. Mar del Plata tiene además un poco de familia que organiza un asado súper abundante coronado con el flan casero de la tía (incluye crema batida). Y el recorte de la costa: barrancas pronunciadas, escalinatas sobre el césped que se derrama en playas caprichosas, mar violáceo al atardecer, luces urbanas, edificios del año cuarenta, el Cabo Corrientes, el Torreón del Monje y la Villa Ocampo (Ay, Victoria!). Y también las rocas gastadas de la Playa Chica, el olor a pescado frito de las noches y el indeleble gusto a sal en la nariz. Qué bueno es volver.