Cuando llegamos al consultorio
para el monitoreo, yo sólo pienso en la torta de manzana que voy a pedirme en
el bar de la otra cuadra, a la salida de la consulta. Pero cuando el médico me revisa,
dice: “Intérnate ahora, porque viene, ya viene”, y después llama a la jefa de
sala de partos, para avisarle que vamos sin registrarnos. “Piso siete”, te
indica a vos, que te habías puesto pálido. “En dos horas nos vemos”, dice
después, cuando te da la mano y nos despacha del consultorio. Para mí es todo
mentira, porque no me duele para tanto, ni tengo síntomas raros, de esos que
dicen que vas a tener. Seguro que quiere tenerme internada, porque yo estoy
espléndida y lista para ir a tomar el té con torta. Entonces discutimos un
poco, porque vos no te atrevés a contradecir al médico, los dos parados en la
vereda, mientras mirás con ansiedad la calle para conseguir un taxi: “Pero
tengo sed, un té rápido”, casi ruego yo, cuando me empujas adentro del primer
taxi que pudiste parar.
En el hall del sanatorio,
mientras esperamos el ascensor, la panza ballena se me pone dura: me duele de
una manera intensa, más que antes. Y cuando llega el ascensor, el dolor es tan
fuerte que me tengo que doblar un poco para agarrar a la ballena por abajo: la rodeo
con mis brazos como si fuera una pelota gigante que se me fuera a caer de las
manos, una roca de montaña, mientras vos otra vez me empujás, para subir al
ascensor, en este caso.