Me acuerdo del día en que nació, (¿todas las madres nos acordamos del nacimiento de nuestros hijos el día de su cumpleaños?) y los tres pujos que la trajeron al mundo. Mientras ella ahora lee Gaturro a toda velocidad, juega con los playmovil y no se queda quieta nunca.
Cuando la
veo dormir en su cama, me resulta inmensa. Se despierta y me sonríe y todo el sol entra por la ventana. Le doy
besos en los cachetes y le hago upa y siento que pesa al límite de ya no poder levantarla más. La llevo a
la cocina a desayunar. Pongo leche en su taza, el frasco de nesquik en la
mesa, la cucharita. Ella
insiste con ponerle nesquik a la leche "solita". Tiene una fórmula personal
para hacerlo: tres cucharadas llenas y sin revolver que van a parar al fondo de la taza. Luego toma la leche con la pajita (en casa somos nacionalistas con el idioma y nos
negamos a decir sorbete) y queda un montón de nesquik abajo. Un desperdicio del
que ya hablamos,- yo me enojé, ella entendió-, pero prefiere no cambiar de
costumbre. Toma sin parar y
hace ruido de cañerías vacías al llegar al fondo. Le gusta hacer ese ruido.
- Terminé. Me
tomé todo, - dice. Y pide más, entusiasta de la leche. La comida en cambio le parece aburrida. Y no es para menos: su selectivo menú sólo incluye fideos, empanadas de jamón y queso, carne al
horno, milanesas y pizza. Aburrimiento y monotonía casi peligrosa a nivel nutritivo. Aunque crece y
crece. Sin revolver el fondo de la taza. Y sin parar de moverse ni un minuto.
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