jueves, 24 de enero de 2013

El camino a la escuela




Cuando vamos a la escuela con Emma cantamos canciones. La del pollito que tiene miedo del zorro, la del zorro que le tiene miedo al hombre. También inventamos cuentos: el de las hormigas que cruzan la vereda de un lado al otro, esas hormigas gordas que saltamos al pasar. Algunas llevan la carga de una minúscula hoja verde; otras simplemente pasean.
-          ¿Las hormigas comen lechuga, mamá?  
-          Sólo con aceite y sal. Las hormigas tienden la mesa con un mantel a cuadros y sirven copas hechas de pétalos con agua de lluvia.
-          ¿Y si no llueve?
-          Y si no llueve, no.  

Llegamos a la esquina. Miramos para un lado y para otro y nos animamos a cruzar. En la vereda siguiente hay perros esperando a otros perros: una manada de peludos, cabezones y ostentosos que un paseador mantiene atados con correas. A los que se suman otros dos que acaban de salir de un edificio. Emma se acerca a un collie para tocarlo; se acerca con el cuerpo y el brazo al mismo tiempo que aleja la mano: quiere y no quiere a la vez. El perro inmutable: actitud contemplativa.
Seguimos caminando y llegamos al parque. Hay charcos en el camino de piedras y tres palomas toman agua con movimientos espasmódicos. En los canteros se adivina el barro. Hay olor a la primavera que vendrá. Cuando salimos de la guarida de sombra que forman los árboles, el brillo blanco del sol borra el paisaje: la vida es puro sol esa mañana. Destellos y Emma que se ríe porque sí. Y yo también me río de nada. De pura risa nomás que brota y sale a rodar por el camino de piedras, esquiva palomas, se humedece en algún charco. Risa vana y tibia, porque el aire renovado invita: salió el sol y es la mañana.

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