Cuando vamos
a la escuela con Emma cantamos canciones. La del pollito que tiene miedo del
zorro, la del zorro que le tiene miedo al hombre. También inventamos cuentos:
el de las hormigas que cruzan la vereda de un lado al otro, esas hormigas
gordas que saltamos al pasar. Algunas llevan la carga de una minúscula hoja
verde; otras simplemente pasean.
-
¿Las
hormigas comen lechuga, mamá?
-
Sólo
con aceite y sal. Las hormigas tienden la mesa con un mantel a cuadros y sirven
copas hechas de pétalos con agua de lluvia.
-
¿Y
si no llueve?
-
Y
si no llueve, no.
Llegamos a
la esquina. Miramos para un lado y para otro y nos animamos a cruzar. En la
vereda siguiente hay perros esperando a otros perros: una manada de peludos,
cabezones y ostentosos que un paseador mantiene atados con correas. A los que
se suman otros dos que acaban de salir de un edificio. Emma se acerca a un
collie para tocarlo; se acerca con el cuerpo y el brazo al mismo tiempo que aleja la
mano: quiere y no quiere a la vez. El perro inmutable: actitud
contemplativa.
Seguimos
caminando y llegamos al parque. Hay charcos en el camino de piedras y tres palomas toman agua con movimientos espasmódicos. En los canteros se
adivina el barro. Hay olor a la primavera que vendrá. Cuando salimos de la
guarida de sombra que forman los árboles, el brillo blanco del sol borra el
paisaje: la vida es puro sol esa mañana. Destellos y Emma que se ríe porque
sí. Y yo también me río de nada. De pura risa nomás que brota y sale a rodar por
el camino de piedras, esquiva palomas, se humedece en algún charco. Risa vana y
tibia, porque el aire renovado invita: salió el sol y es la mañana.
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