Cuando llegamos al consultorio
para el monitoreo, yo sólo pienso en la torta de manzana que voy a pedirme en
el bar de la otra cuadra, a la salida de la consulta. Pero cuando el médico me revisa,
dice: “Intérnate ahora, porque viene, ya viene”, y después llama a la jefa de
sala de partos, para avisarle que vamos sin registrarnos. “Piso siete”, te
indica a vos, que te habías puesto pálido. “En dos horas nos vemos”, dice
después, cuando te da la mano y nos despacha del consultorio. Para mí es todo
mentira, porque no me duele para tanto, ni tengo síntomas raros, de esos que
dicen que vas a tener. Seguro que quiere tenerme internada, porque yo estoy
espléndida y lista para ir a tomar el té con torta. Entonces discutimos un
poco, porque vos no te atrevés a contradecir al médico, los dos parados en la
vereda, mientras mirás con ansiedad la calle para conseguir un taxi: “Pero
tengo sed, un té rápido”, casi ruego yo, cuando me empujas adentro del primer
taxi que pudiste parar.
En el hall del sanatorio,
mientras esperamos el ascensor, la panza ballena se me pone dura: me duele de
una manera intensa, más que antes. Y cuando llega el ascensor, el dolor es tan
fuerte que me tengo que doblar un poco para agarrar a la ballena por abajo: la rodeo
con mis brazos como si fuera una pelota gigante que se me fuera a caer de las
manos, una roca de montaña, mientras vos otra vez me empujás, para subir al
ascensor, en este caso.
El ascensor está lleno de
gente y para en todos los pisos, así que sube a un ritmo tortuosamente lento, y
yo no puedo mover las piernas, porque el dolor me pone como una piedra: estoy rígida,
soy una estatua agachada, y tengo que concentrarme para respirar. Así que cierro
los ojos y exhalo y aspiro mucho aire. Soplo. Y es un inflar y desinflar en el
ascensor y cuando abro un poco los ojos veo a la gente que está dispuesta en
una ronda a mi alrededor y me mira como si yo fuera una atracción de circo. Es
que en realidad soy un fenómeno: un bicho bolita enorme, que se expande y se
achica, mientras vos me decís algo que no puedo entender, porque soplo y no
escucho y entonces llegamos al piso siete y me das un empujón bastante fuerte, para
bajar ahora.
Cuando el dolor cede, me
incorporo y puedo ver a la enfermera, la jefa de sala de partos: una mujer
madura de cofia rosa con pintas blancas y ambo rojo desteñido que dice: “por acá, mamá”. Un
diente de oro relampaguea en su boca al decir mamá, un destello extraño,
desubicado al menos, en ese ambiente opaco de tubos fluorescentes y sucios azulejos de las paredes. Después del destello se da vuelta y camina con
paso firme y caderas batientes: nosotros la seguimos como ovejas del rebaño
hasta que vos mencionás algo
de los trámites, “de la internación”, decís, y ella te indica ir al tercer
piso, “pero del otro cuerpo”, aclara, y te explica un tema de pasillos y
puertas que seguramente no entendés, pero igual te vas por una escalera que
ella señala al pasar, y no te veo más. Yo, agarrándome la panza ballena que empieza
a endurecerse otra vez, sigo a Diente de oro que no para de hablar -mamá de acá
y mamá de allá-, a paso firme por un pasillo celeste y después por otro y por
otro hasta que llegamos a una puerta vaivén que ella, muy sonriente, abre con
largo brazo para dejarme pasar.
En la sala hay una camilla rodeada de aparatos y en un rincón
un perchero de donde Diente de oro descuelga una tela descolorida y me la extiende
diciendo: “sacate toda la ropa y ponéte la bata, mamá”. Mientras ella pone sábanas
blancas en la camilla, me saco la ropa y me pongo la bata, dos pecheras largas
y mal cosidas por las que asoma caudalosamente una gran porción de panza y
otras redondeces de la ballena. Diente de oro me dice que cuando esté lista suba
a la camilla y se va.
La camilla es estrecha y corta: un cuadrado apenas acolchado
y otro articulado como respaldo, y no tiene posa pies como la del médico sino
dos mástiles bastante altos en cada extremo. Me trepo como puedo al cuadrado horizontal
y me apoyo en el respaldo, pero quedo con las piernas colgadas porque no me atrevo
a poner los pies allá arriba, por el vértigo, quizá, ese equilibrio dudoso de
la ballena, y porque después de todo no está tan mal colgar un poco las
piernas, liberarlas del peso de días y días de pura panza roca.
Cuando viene el dolor, que es otra vez la ola que crece y
avanza de abajo hacia arriba, de atrás hacia adelante, que oprime y oprime más
las vísceras, y pone la panza dura, la cintura, la espalda, la maldita entraña,
cuando viene el dolor decía, tengo que plegar las piernas, hasta quedar doblada
en esa camilla minúscula, con los talones apoyados en el borde y los pies
mirando a ese precipicio, el piso abajo, porque con las piernas plegadas el
dolor duele pero duele menos y después respiro fuerte, soplando con furia, y vuelvo
a soplar más y me aferro con manos garras a los bordes de la camilla, hasta que
pasa la ola y puedo exhalar alivio. Entonces bajo las piernas, aunque no sé
dónde poner los pies, y quedo colgada otra vez. Un instante o dos mientras respiro
en el alivio del no dolor y pienso: ¿y si me caigo? Entonces la panza se pone
dura otra vez, tira para abajo, es una piedra enorme, una roca a punto de
despeñarse en realidad. Y mientras sube el dolor, porque otra vez viene desde
abajo y de atrás, hacia adelante y arriba, yo pienso que te habrás perdido, que
los edificios suelen engañar a las personas y más aún si se trata de sanatorios
que tienen adyacencias, reformas, habitaciones mínimas y habitáculos
impensables. El dolor es ahora más fuerte y más fuerte aún cuanto más pienso en
el laberinto hasta que grito porque estoy segura de que estás en un callejón
sin salida, en algún rincón de donde no podrás volver, un atasco que nadie
antes había encontrado, pero en donde quizás, si grito fuerte, podrías
escucharme.
Cuando el dolor afloja, vos llegás y tratás de sonreír pero
parece que no te sale porque la sonrisa se te parte en una cara seria y te
acercás a la camilla, y te parás pálido justo al lado de los aparatos. “¿Y esa bata?”
decís, y yo pienso si tuvieras algo mejor para decir o una bata nueva para aportar,
pero no digo nada y justo se asoma Diente de oro por la puerta vaivén y te dice
que te apartes: te lo dice en un modo brusco, y vos te ponés más pálido.
Entonces ella se acerca a toda velocidad a los aparatos y toma un manojo de
cables y me los adhiere con unas ventosas a la panza y otro al corazón. No son
muchas ventosas, ni molestan. Es como el aparato de monitoreo que tiene el
médico pero más grande, más antiguo y negro, con perillas y un visor amplio
donde empiezan a dibujarse los picos de las montañas que indican lo que pasa adentro
de la panza ballena.
Entonces viene subiendo otra ola de dolor que ahora sí es más
intenso, no me lo aguanto y grito, le pido a Diente de oro que me dé algo para
calmarme, que es demasiado ya, y aunque me siento un poco cobarde no me importa
porque me asusta esa sensación, que no me la esperaba así de intensa, voy a
explotar creo, y grito y soplo y vuelvo a gritar hasta que la ola se va, y cuando
pasa intento explicarte, “es como”, empiezo a decir, pero no puedo, simplemente
no puedo porque no se puede explicar el dolor.
Vos entonces te ponés de espaldas a mí y le preguntas algo a Diente
de oro, que manipula instrumental en una mesa pequeña cerca de mis pies – de
pronto noto que tengo los pies arriba de los mástiles- y entonces entra la bruja
partera.
“¿Cada cuánto? ¿Mediste el tiempo?”, te dice a vos,
mientras mira su reloj primero y después el monitor de uno de los aparatos. Lleva
una cofia anaranjada por la que se asoman unos mechones de pelo rubio muy
claro, sin duda, teñido. “¿Mediste la frecuencia?”, le dice a Diente de oro,
que está a punto de salir por la puerta vaivén.
“Cada tres minutos”, decís vos por decir algo supongo o
porque querés aparentar tener algún control de la situación. Yo no creo que
sean tres minutos, sin duda es menos, pero no me voy a poner a discutir porque
desde el fondo de la ballena el dolor avanza otra vez y lo siento subir o llegar
desde abajo y atrás, hasta ocuparlo todo y trato de soplar y soplar y aspirar
mucho aire, como me dijeron en el curso, pero ahora en realidad no me acuerdo
cómo es que tengo que respirar, no me sale. Y entonces tengo ganas de llorar
porque no me sale y aúllo porque el grito alivia, supongo, o simplemente porque
el grito sí me sale o porque quizá si grito se calma el dolor, o alguien
reacciona y me da algo para que me calme. Pero no: no se calma, nadie me da
nada.
Cuando pasa la ola y volvemos a la calma, la bruja partera me
dice: “tengo que poner la vía”. Y me ajusta una tira de goma en el brazo para
apretar, se marcan mis venas en el brazo, y después me pincha y el pinchazo
duele, pero no tanto como duele el dolor ballena, que ahora está en calma pero
que en cualquier momento, ya lo sé, vuelve a emerger desde el fondo, desde
algún lugar.
La bruja ya me pinchó y termina de poner gasas y cinta en mi
brazo y cuelga un suero en un mástil que hay al lado de la camilla y me dice
que me va a dar algo para bajar la frecuencia de las contracciones, hasta que
llegue el chico de la anestesia.
Entonces entra el médico. Tiene un gorro verde agua y un
barbijo como collar. Se sube el barbijo para taparse la boca, mira el monitor,
y después mira a Diente de oro y a la bruja. La bruja le dice que por la vía me
va a poner una pócima para aletargar la frecuencia, “porque son cada cuatro y
no dilata”, dice. Que me puede dar sed y taquicardia, me dice a mí, y que por
eso pone una dosis mínima. Ya pincha con su aguja plateada en el suero,
mientras el médico me mete los dedos por abajo, entre mis piernas, mira el
monitor y dice que estoy en seis que estamos bien que el chico de la anestesia
está llegando. De pronto sentado a un costado de la escena, te veo y me hacés un guiño y entonces
recuerdo que estabas ahí, que habías
vuelto del paseo por el laberinto, ya me había olvidado. Pero ¿estabas ahí
cuando yo enceguecía de esa sensación aguda y brutal, que nunca jamás
imaginarás siquiera por más que te cuente y describa? Porque el dolor está en
el límite de las palabras: del otro lado de lo que se puede describir. Y ahí viene de nuevo, desde el centro del
cuerpo, y me corta la respiración, y grito porque no puedo evitarlo aunque el
grito no me alivia, pero al menos libera, les cuenta a todos los que están en
la sala cuánto ¡cuánto! duele el dolor: que participen al menos del grito de algo
que jamás comprenderán.
Cuando dejo de gritar, el médico me toca la panza, con fuerza
me toca, como si buscara algo y sus manos también me duelen y molestan, y
después dice que está bajando, así dice, y después se va. La bruja también se
va y Diente de oro se ha ido hace un tiempo porque no la veo en la sala.
Entonces estamos solos, vos en la silla, lejos de donde estoy
yo, que estoy con las piernas en los mástiles, y quiero decirte que tengo sed,
pero cuando hablo me duele la garganta, me duele de gritar. Entonces vos te
acercás y me contás que el ascensor se quedó trabado entre el quinto y el sexto
y que cuando llegaron al sexto subiste un piso por escaleras, porque no podías
esperar más y ahí te encontraste al médico, subiendo también las escaleras y
entonces te dijo que el anestesista está demorado porque se le quedó la moto en
Av. Santa Fe, pero que venía en un taxi.
“Ojalá no se tome el ascensor que se traba”, digo yo y vos te
reís y yo también me río aunque no me hace tanta gracia. Y la pócima de la
bruja parece que hizo efecto porque el dolor tarda esta vez en venir y podemos
hablar un rato de la cofia anaranjada que tiene la bruja y de la sonrisa de Diente de oro. Hasta que llega el dolor otra vez y vos marcás algo con tu
cronómetro y cuando la montaña del monitor llega a su pico más alto grito,
tengo la garganta pelada y te aprieto fuerte el brazo con mis dedos, y después te
clavo las uñas y vos querés zafarte pero no te dejo porque quiero que sientas
algo en el cuerpo. Después, la montaña dibuja su ladera para abajo, vos te zafás
de mi mano y volvés enojado a tu silla lejana, protestando porque te duelen las
marcas de mis uñas. Cuando el dolor termina de irse, tu enojo me da risa.
Entonces entra el médico, la
bruja, Diente de oro y el chico de la anestesia, que tiene un ambo violeta y
gorro de enfermero también violeta y anteojos muy gruesos. Me saluda pero no le
contesto porque me tuve que aguantar todo sola por su culpa y además siento la
boca árida por la pócima de la bruja. “Agua, quiero agua”, les digo, la voz me sale ronca, pero el
médico dice que no con un gesto y el chico Anestesia me dice que me siente, que
ponga la cabeza hacia adelante, que deje la espalda doblada porque tiene que
pincharme entre las vértebras. Cuando me pincha, siento un escalofrío que me
recorre desde la espalda hasta la cintura y después puedo sentir el líquido que
entra en la espina dorsal, presiona denso, empuja adentro, y después, al rato,
no siento nada. Entonces que me acueste otra vez dice el chico loco y el médico
toca otra vez abajo y dice “casi nueve”. Y entonces la bruja me dice que haga
fuerza, con la panza, como probamos alguna vez en el consultorio, y yo quiero
hacer fuerza pero no siento nada, ni las piernas, ni la panza, ni la espalda y
no me sale y me da tanta rabia que no me salga que me pongo a llorar. “Pero
está bien, mamá”, dice Diente de oro que se ha sumado al conjunto de caras que
hacen una rueda alrededor de mí. Porque ahora estoy recostada, alguien bajó el
respaldo de la camilla, y quedé mirando el techo que tiene una gran mancha ocre. Pliego las piernas hago fuerza y no me sale y veo las caras que se
asoman a mi alrededor para hablarme. El chico Anestesia
pregunta si duele, y yo digo que un poco, pero menos, pero la verdad que no sé.
Después Diente de oro acerca su cara a la mía y dice: -“¿cuánto pesas, mamá?”,
y yo no sé qué decirle, creo que me está cargando y casi la insultaría, “¿no
deberían saber eso antes de empezar?”, digo yo y te busco con la mirada a ver
si das una cifra, un dato, pero no estás, y yo no me acuerdo el número de kilos
de la ballena y lloro más.
El chico Anestesia me dice que me
calme, pero él tiene pupilas nerviosas que no puede disimular, ¿o será por esos
lentes tan gruesos? Ahora que no duele tengo que relajarme, dice la Bruja, que
respirar, insiste, y el chico me cuenta que me puso un cable hueco en la
espalda y que si siento algún dolor, le avise porque entonces por ese cable
pone más líquido y no me duele más. La Bruja dice que ahora empuje, “¡ahora!”,
y todos miran el monitor que marca montañas que suben en punta – y es verdad que ya no hay dolor intenso,
sino sólo panza dura, una roca ajena- pero todos gritan porque la montaña del
monitor está en su punto máximo y yo empujo y empujo: hago fuerza con el
cuello, con los hombros, con la frente, con el grito y con la panza, pero
siento que no tengo fuerza y que no lo sé hacer, que todo lo que ensayamos en
el consultorio del médico no me sale. “No me sale”, grito y saco todo el aire y
me siento exhausta, pero todavía no pasó nada.
Cuando la montaña del monitor
baja, todos se apartan de mí, pero al rato, cuando la montaña empieza a subir
otra vez, vos te acercás y me decís, “mirá ahora”, como si fuera un programa de
los que miramos en la tele, y yo siento que te burlás un poco de mí, y que de
alguna manera vos y todos están confabulados en mi contra y me tienen atrapada
en esa camilla. Pero la montaña sube igual y el médico mira al chico Anestesia y le
hace un gesto con la cabeza, y dice “ahora”, y entonces el chico apoya su
antebrazo en mi panza, en la parte de arriba de la ballena, y empuja con fuerza
para abajo. Eso sí duele diferente, es casi un golpe, un empujón, se siente el
desgarro adentro, entonces grito diciéndole que pare, pero el chico no para, y
yo lo agarro del pelo, tiro un mechón y le digo que pare en serio. El chico loco
se aparta con un paso hacia atrás y empuja sin querer el aparato de las
montañas y enseguida se vuelve para acomodarlo en su lugar y después se aleja
un poco más sin dejar de mirarme a los ojos. El dolor cede y yo me acomodo en
la camilla, respiro hondo y el dolor vuelve, lo veo en las montañas, y empujo, sola
empujo, nadie me dice nada: empujo un rato, con el cuello, con la panza, con
las piernas, los hombros y el pecho. Y cuando el dolor pasa miro las caras de
los que me rodean. El médico se pone el barbijo otra vez y guantes nuevos que
le alcanza Diente de oro y encara mi cuerpo por debajo, mientras el chico Anestesia - despeinado ahora, y un poco colorado-, -quizá espera que le pida perdón pero
ni pienso-, me mira con gesto incrédulo y su cara me molesta, así que miro hacia
otro lado.
Es un momento en que no duele,
no tengo que empujar, el médico me toca, yo no siento sus manos, pero él dice
que va bien, algo así dice. Un momento de calma. Miro a todos y ellos me miran
también: está la Bruja, rubia teñida con su cofia naranja. Ella es la reina del
ácido que baila en las salas de parto su rock de la bruja buena mientras su
aguja mágica se clava en los sueros, que ella misma se encarga de conectar a
mujeres doloridas. Y está el chico Anestesia de violeta y anteojos gruesos,
despeinado ahora, con ojos drogados, creo que tengo algunos de sus pelos en mi
mano, con cara colorada mira al médico. Y está Diente de oro que sonríe sin
motivo, los labios secos y el contorno de la boca muy marcada. Y estás vos:
nunca te vi tan pálido.
Entonces el dolor sube otra
vez, veo el dibujo en el monitor, pero también siento la panza roca dura, y el
médico dice “ahora, ahora, ahora”, y yo hago fuerza, y grito, y te digo a vos
que estás pálido y tembloroso que me ayudes con la fuerza, porque voy a hacer
fuerza de verdad y a Diente de oro le digo que se aparte, porque le voy a
morder la mano si me toca y acerco mis dientes a su antebrazo con el que trata
de sujetarme la espalda, y ella pega un salto para atrás y el médico se ríe,
estoy segura que se ríe aunque su boca esta atrás del barbijo, adivino el gesto
en sus ojos, un cerrar leve de ojos y los vuelve a abrir y dice “déjenla” y es
lo único sensato que dice en toda la tarde.
Entonces vos te ponés muy
cerca y me das la mano y yo la aprieto fuerte y sale el monstruo, sale, sale,
sale. Lo sé porque me inclino hacia adelante y veo su cabeza brotar de entre
mis piernas y después de la cabeza unas extremidades dudosas, son muchas patas cubiertas
de pelos negros que parecen enredadas bajo una capa resinosa y brillante. Salen
sus patas peluditas por entre mis piernas, lentamente. No se escapan ni son
expulsadas a velocidad: dejan mi cuerpo de a poco, como si brotaran suavemente.
Ya no duele: es al contrario casi una caricia, un dejar manar.
Y ahora que está afuera, hay
que cortar el cordón, “¿quién corta?” dice el médico, “¡yo no!” decís vos, y te
tiembla el mentón. Pero si el monstruo tiene tu mismo color de pelo, tus
tentáculos también, se te parece tanto. Cortá el cordón y dejá
tu marca y que empiece su vida de monstruo independiente. Cortá porque eso que
ves es parte de tu cuerpo también. ¿No ves que tiene la misma loca cara que
vos, y la pálida ceja única que le atraviesa la sien? El médico apoya al
monstruo en su regazo, como un pulpo que se mueve sin eje y ahora grita. Entonces saca el filo y ya está suelto el monstruo que
llora grita y la boquita roja se deja ver entre pelos y patas.
El monstruo es viscoso,
baboso. Tiene cabeza de bebé con mucho pelo negro, como vos, y ocho brazos que
le salen desde los hombros. Su piel de calamar oscuro es resbaladiza: el médico
lo toma con cuidado.
Me gusta el monstruo y me río al
verlo y después vomito hacia un costado de la camilla y ensucio el piso,
salpico la camilla y los pies de Diente de oro. Después me seco la barbilla con la bata trapo y me río más, porque
tengo ganas de reír.
Y el chico Anestesia
dice que llamará a alguien para que limpie. Parece que no soporta la suciedad: desaparece tras la puerta vaivén.
El monstruo viscoso me mira ahora, desde la falda del médico que ha empezado a
manipularlo, lo envuelve en una sábana verde de blando algodón y me lo entrega.
Lo ponen cerca de mi pecho, por si el monstruo quiere tomar, pero no toma, no
llora, me mira, lo miro, es tan lindo y pequeño que me da risa. Después se lo
lleva otra enfermera de cofia azul, mientras otra enfermera de cofia marrón y rayas amarillas trae un balde con
agua y desinfectante y se pone a limpiar a mi lado. Pero el olor profundo me
llega hasta el fondo del fondo y provoca el vacío que después es una náusea
indomable que sube y sube hasta que vomito otra vez, justo donde están
limpiando. Es que soy imparable cuando me pongo a vomitar. Vomito y me rio. Me da risa la
limpieza, sobre todo después de haber visto salir a un monstruo tan sucio,
viscoso, desprolijo en sus pelos y brazos. ¿Qué necesidad hay de usar un desinfectante de olor tan intenso? Entonces vomito de nuevo y la
Bruja algo dice de la vía y que
me va a parar el vómito y pincha con una jeringa el suero.
Y después estamos los tres. El
monstruo duerme. Yo descanso, dormito, me despierto, me duermo otra vez. Son
minutos de sueño intermitente. Y ya no duele, hace rato que no duele. Vos
leés una revista y entonces logro abrir los ojos y veo la habitación: paredes
blancas, sin cuadros, techo recién pintado. El monstruo duerme a mi lado en una
cuna de acrílico transparente, cubierto con una sábana blanca. Tiene pelos
negros como vos que ahora te acercás a mí para decirme que hay té. Y entonces
tomamos té pero no me traen la torta de manzana que yo quería porque no se
pueden entrar tortas a un hospital.
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